En muchas de sus dimensiones constitutivas, la sociedad uruguaya se ha ido introduciendo en una dinámica ciertamente regresiva: reconoce problemas pero tiende a la inercia, prefiere la seguridad de lo conocido al riesgo del cambio sistémico y, entre comodidad e involucramiento, generalmente se inclina por lo primero. El campo educativo, en este sentido, probablemente constituya uno de los ejemplos más claros de dicho proceso.
Según los estudios de opinión pública difundidos por diversas consultoras durante los últimos años, la situación de la educación ha permanecido en forma sostenida entre los tres o cuatro principales problemas identificados por los uruguayos. Sin embargo, como escribiera José Rilla en una columna anterior, hemos ido consolidando una actitud de aparente placidez o resignación frente a ella, producto de una amnesia generalizada respecto al origen político y no natural del pacto por el cual delegamos en el Estado –parcial y provisoriamente- la función de asegurar ese derecho, propiciando así “un recíproco desentendimiento entre el Estado educador y los ciudadanos” y, con ello, “la paulatina caída del compromiso de la sociedad (…) respecto a la marcha del pacto”. De esta manera, algo que parece paradójico, es en realidad una muestra perfectamente posible de la lógica imperante: hay evidencias y conciencia de problemas, pero atribuimos al Estado la absoluta responsabilidad –y el derecho- de resolverlos.
Afortunadamente -y a pesar de ello-, el año electoral y la urgencia de la situación han favorecido la emergencia de propuestas tendientes a la búsqueda de soluciones. Desde la sociedad civil, EDUY21 ha presentado su hoja de ruta para el acuerdo educativo, identificando cuatro órdenes de problemas fundamentales de nuestra enseñanza: 1) desempeño educativo, conformado por indicadores clásicos como la cobertura, el rezago, la desafiliación, las tasas de egreso y los niveles de aprendizaje; 2) sistema disfuncional, referido a los incentivos y condiciones laborales y educativas de docentes y estudiantes, respectivamente; 3) diseño institucional, vinculado al liderazgo y a la responsabilidad política, así como a la gestión del sistema; y 4) desarticulación institucional, curricular, pedagógica y docente inter e intra ciclos educativos, y sus contenidos y estrategias. [1]
Dentro de este abanico de “cuellos de botella” señalados, hay uno particularmente que ha sido objeto de cuestionamiento y tema de campaña, y que refiere al diseño institucional. En el mes de marzo pasado, Luis Garibaldi, integrante del Consejo de Formación en Educación de la ANEP, manifestó a El Observador que “es un ‘gran error’ destinar tiempo para discutir este asunto”, mientras que Pablo Martinis, docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la UdelaR, expresó al mismo medio que “es una ‘discusión estéril’ porque ‘lo institucional no ataca finalmente el fondo del problema’ sino ‘las cuestiones pedagógicas’”. [2]
En la disciplina que cultivamos –la Ciencia Política-, la variable institucional, precisamente, ha retornado al centro del análisis de la política, entendida en términos modernos y anglosajones desde tres acepciones distintas: polity (la entidad política o el marco en el que se desenvuelve la acción política), politics (los procesos de competencia, negociación, cooperación y conflicto) y policy (las propias acciones de gobierno).
Partiendo de allí, me interesa aquí abordar la educación desde el punto de vista de las políticas educativas, en tanto políticas públicas, asociadas a la tercera acepción mencionada. En este sentido, la agenda pública de una sociedad contiene diversas preocupaciones e intereses que, debido a una multiplicidad de factores –no solo técnicos-, presentan variados grados de incidencia, urgencia y prioridad y son atravesadas por determinadas orientaciones y direccionalidades una vez transformadas en políticas. La pregunta obligada es, entonces: ¿qué explica las trayectorias y resultados del policy-making process, conformado por un ciclo que incluye agenda, formulación, implementación y evaluación?
Luego de un período prolongado de predominancia de las visiones sociocéntricas, cuyo supuesto fundamental consiste en concebir a las políticas como el resultado de las relaciones de poder, cooperación y/o competencia entre individuos, grupos o clases en una sociedad, considerando al Estado como una “arena” en la que se establecen los arreglos entre dichos actores, el neoinstitucionalismo se fue constituyendo desde la década de los 80 como la perspectiva de referencia para la mayoría de los cientistas políticos. Significó el retorno de las concepciones que entienden a las políticas como el resultado de la incidencia de los agentes e instituciones estatales.
Lejos de presentar uniformidad, este nuevo institucionalismo ha mostrado una gran variedad de vertientes que, aún con sus matices, convergen en tres supuestos fundamentales: “a) las instituciones influencian los productos políticos porque ellas conforman las identidades, poder y estrategias de los actores; b) a su vez, las instituciones son constituidas históricamente, lo que les otorga inercia y robustez y por ende, la capacidad de influenciar los desarrollos futuros (…)[; y c)] también comparten, en mayor o menor medida, que el impacto efectivo de otros factores causales de las decisiones políticas –como el ejercicio del poder y la interacción política, y el rol de las ideas- depende de su articulación con dispositivos institucionales”. [3]
Siguiendo esta línea, son cuestionables las afirmaciones como las precedentes que subestiman el rol de las instituciones en el cambio educativo. Si analizamos la historia institucional de la educación en el Uruguay, podremos corroborar la influencia notoria que su diseño ha tenido –y por tanto, tendrá- en el desarrollo y actualidad de nuestra enseñanza y en las políticas aplicadas.
Tal como expresa Rilla, “el sistema educativo uruguayo moderno se construyó en un siglo y poco contra los intereses particulares y sectoriales, contra los partidos políticos y la política partidaria; fue un dispositivo institucional finalmente delegado por ‘la sociedad’ –nunca tan vago el término- a favor de la instancia presuntamente más incontaminada e idónea”. En esta versión jacobina, el Estado avanzó sobre la sociedad, y ésta delegó “en la agencia estatal, sin mayores mediaciones argumentales, todo cuanto corresponda al sentido, la orientación, los contenidos, la evaluación, las relaciones, la gestión global o territorial de la educación”. Y por aquí, ingresaron “las desconfianzas recíprocas, el centralismo burocrático, el oficialismo cultural, el laicismo exacerbado, la cerrazón y ceguera de muchas instituciones educativas al contexto, a las nuevas tecnologías, a las mediciones de sus desempeños que no sean elaboradas en sus oficinas centrales”, como outputs de políticas congruentes con el legado y la estructura institucional.
Revisar ese diseño, implica, entre otras cosas, fortalecer las potestades del Ministerio de Educación frente a la ANEP, con el fin de propiciar la responsabilidad política; la apertura hacia la descentralización y autonomía de la gestión de los centros educativos, que promueva la innovación en las prácticas educativas, la pluralidad de oferta y la inclusión; el ejercicio de una participación real de las familias, que no constituya meramente la recaudación de fondos o colaboraciones marginales, sino una incidencia en los contenidos curriculares y la toma de decisiones; una escuela de puertas abiertas a la comunidad, adaptada a y conocedora de sus coyunturas y necesidades. Se requiere, en fin, el desarrollo de una reforma integral y sistémica de nuestra educación.
Iniciativas valiosas se han llevado adelante, pero la modificación del ADN de la educación que discursivamente se procuró, quedó por el camino. En su lugar, hemos observado la ejecución de políticas que no cuestionaron la estructura del sistema. Recordar el pacto, reempoderar a la sociedad, devolverle la educación a la gente, deberían configurar nuestro norte. No constituye esto una tarea sencilla, por supuesto, por ello indagaremos en una próxima entrega las posibilidades de realización de una reforma, con una particularidad: ya tendremos redistribuido por entonces el poder de representación de los partidos políticos, factor fundamental para dicha evaluación.
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[1] EDUY21 (2018) “Resumen Ejecutivo” en Libro Abierto: propuestas para apoyar el acuerdo educativo, Montevideo: http://bit.ly/2OXz3xW
[2] Diario El Observador (4 de marzo de 2019) Los cuatro grandes problemas de la educación uruguaya, Montevideo: http://bit.ly/33GNU3Y
[3] Bentancur, Nicolás (2008) Las reformas de los años noventa en Argentina, Chile y Uruguay. Racionalidad política, impactos y legados para la agenda actual. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental, 106.