Pasados perdidos, ciudadanos en fuga

«Secundaria hará vigente una normativa en desuso que establece que los estudiantes de Ciclo Básico no se pueden retirar del centro educativo hasta que no hayan culminado su horario de clase. Además, se buscará que ya no se dicten clases los sábados.»

Aulas adentro, Montevideo Portal, 08.11.2015

Noticias e informaciones como estas aparecen a menudo en la prensa y en la televisión. Describen un curioso proceso durante el cual lo que parece obvio, natural, o de sentido común,  por alguna razón devino extraordinario, arduo, casi irrealizable. Deberíamos, tal vez, si unas prácticas como estas aludidas en el epígrafe están inspiradas en la buena teoría o en la acción razonable, realizar un enorme esfuerzo en restituir una obviedad que ya no es tal. En cambio, como frente a una nube de polvo vivimos entre obviedades que requieren un desmontaje a fin de ser pensadas de nuevo.

La gravedad de la situación educativa uruguaya alimenta retóricas empinadas, cuanto más engoladas menos comprometedoras a favor de la acción concreta y eficaz. Son discursos de guerra, topográficos, por los cuales todo aquel que habla aspira a ser reconocido como quien lo hace desde un lugar beligerante y además pretendidamente legítimo; ya nadie es escuchado por lo que dice o piensa sino por el caudal de presuntas razones que invocó en algún momento y desde algún lugar. Esta guerra de posiciones reconoce algunos supuestos también traídos al ruedo como obvios y que sería bueno empezar a problematizar para encontrar alguna explicación de la parálisis. ¿En qué pensamos lo que pensamos cuando hablamos de “la educación pública”? ¿Existe, de verdad,  una preocupación honesta y activa en la ciudadanía por la educación? ¿Cuáles son las consecuencias de haber abrazado con tanto fervor la idea de que la educación forma a la ciudadanía y le consigue trabajo a las personas? Más ampliamente todavía: ¿estaremos discutiendo bien el problema mientras nos apoyamos en la idea de un consenso que en verdad no existe, o que tiene serias dificultades de justificación o debe ser removido?

La educación pública, lejos de ser entendida como asunto de todos ha sido reducida a la acción estatal, de un Estado que de manera indiscutible expresa, representa, garantiza -todo eso de un modo excluyente- el interés y la necesidad de la sociedad. Solo una visión autocomplaciente acerca de cómo funcionan las cosas en el mundo que heredamos puede reproducir la creencia –pues eso es- de que este esquema asegura lo mejor para quienes están peor.  En la mayor parte de los países nuevos la llamada educación pública es la de los pobres, y a veces la de las clases medias que se aprovechan de los recursos aportados por toda la sociedad a través de los impuestos. Se dirá entonces, desde la otra trinchera, que esta crítica viene del arsenal privatista o, peor aún, privatizador. Puede ser.

Sin embargo, podría darse crédito a un argumento diferente, al menos de manera provisoria. Un argumento más anglosajón que francés. La educación es un asunto “privado”,  de la gente, allí está o debería estar la primera de sus determinaciones. Más remotamente, la educación es una de las formas que han encontrado en la historia los mayores para poner a los menores en línea con un legado cultural y haciéndolo de modo tal que los menores puedan trascenderlo, superarlo, negarlo incluso. Debería convenirse luego, que los criterios de justicia y equidad son los que han motivado a plantear la cuestión de la agencia. Esto es, si la sociedad se educa a sí misma, no siempre lo hace de un modo equitativo, no siempre incide en las desigualdades de origen y trayectoria, ni habilita empoderamientos y emancipaciones. Alguien debe intervenir, garantizar, velar por encauzar lo que la sociedad, aun la más solidaria, no es capaz de hacer por sí misma de forma razonablemente adecuada. Solo que, como lo sostenían los pensadores favorables a la idea de la subsidiariedad, la acción estatal en la educación no debería ser tan groseramente naturalizada como para hacernos olvidar su origen político, no natural. Es algo que ocurre con otras áreas de la vida colectiva: olvidamos el pacto fiscal que justifica los impuestos, olvidamos que las contribuciones son, desde la revolución francesa y norteamericana del siglo XVIII, sustracciones al ahorro privado que consentimos en beneficio del sufragio de algunas acciones de interés público que suponemos irrealizables. Hace más de trescientos años los abusos de autoridad o de funciones fueron resistidos en Boston con una protesta que restituía la naturaleza política de las cosas: no taxation without representation. Bastante antes, en 1620, abordo del dos veces averiado Mayflower, un centenar de colonos había resuelto constituirse políticamente.

El olvido del carácter político, su naturalización, es el mecanismo que produce, a la larga, un recíproco desentendimiento entre el Estado educador y los ciudadanos. Esta escisión, bien disimulada por una retórica estatalista, genera nuevos problemas, el mayor de los cuales, tal vez, es el de la paulatina caída del compromiso de la sociedad –los individuos, las familias del tipo que sean, cuando las hay, los trabajadores, los empresarios, las universidades, los comunicadores- respecto a la marcha del pacto. Compromiso es control e involucramiento, delegación siempre parcial y provisoria; su ausencia es penalizada en los sistemas educativos que mejor funcionan en el mundo. Si lo expresáramos en términos de mercado, debería concluirse en que la demanda social en educación termina siendo vaga, general, pobremente diferenciada; la información necesaria para ser más exigentes es esquiva y equívoca. Como en el sector de la salud, el usuario está mudo y generalmente confunde buena atención con hotelería.

Por razones harto complejas, en Uruguay el Estado es un actor a salvo, per se y a priori, de todo requerimiento exigente formulado desde afuera de su esfera: en la versión jacobina que es finalmente la uruguaya, su autoridad es excluyente, y, en consecuencia, ningún actor está en condiciones de disputar con legitimidad y éxito, con sus ideas y acciones, el compromiso o la lealtad del ciudadano. Este delega en la agencia estatal, sin mayores mediaciones argumentales, todo cuanto corresponda al sentido, la orientación, los contenidos, la evaluación, las relaciones, la gestión global o territorial de la educación.

Ante esta matriz de dominación se dirá otra vez que el Estado es la única instancia pública que aloja en forma transparente tanto la unidad como la diversidad de la sociedad, sus intereses y aun sus conflictos. Ello equivale, generalmente, a sembrar sospecha activa y a veces militante contra cualquier empeño autónomo capaz de disputar ya no la valía o el lugar de los intereses particulares sino también, desde allí, la noción misma del bien común.

Despistado está quien crea que este encuadre es reciente, o un derivado directo de la presencia del Frente Amplio en el gobierno. Es más prudente señalar que un ciclo histórico largo encuentra ahora un hito, crucial o tal vez final, atrapado en la perplejidad y la ineficacia. Recuérdese, el sistema educativo uruguayo moderno se construyó en un siglo y poco contra los intereses particulares y sectoriales, contra los partidos políticos y la política partidaria; fue un dispositivo institucional finalmente delegado por “la sociedad” –nunca tan vago el término- a favor de la instancia presuntamente más incontaminada e idónea. Con el tiempo, avanzó sobre y en ella con ímpetu, integrándola a la matrícula que creció especialmente en las décadas del cuarenta y cincuenta del siglo XX, cuando esa fenomenal expansión no era excusa, como hoy, para justificar una pésima calidad.

Como sea, por este canal de sobrelegitimidad estatal y autosuficiencia ingresaron también las desconfianzas recíprocas, el centralismo burocrático, el oficialismo cultural, el laicismo exacerbado, la cerrazón y ceguera de muchas instituciones educativas al contexto, a las nuevas tecnologías, a las mediciones de sus desempeños que no sean elaboradas en sus oficinas centrales. Todo intento de innovación que surja por afuera de esa coordenada, todo testimonio excéntrico no puede sino ser observado como amenaza, o, peor aún, como deslealtad.

Hemos ido construyendo una zona gris, “tierra de nadie porque es de todos”. Allí fermentan declaraciones de fuerza retórica tal vez menguante pero todavía operativa en casi todos los ámbitos menos el propiamente educacional, o de las aulas, desafiadas por dramáticas y excesivas demandas: “la educación popular”, “la educación pública”, “la educación al servicio del pueblo”,  “el sistema nacional de educación pública”… Otras portan un sentido más desarrollista, también optimista, tales como “la educación igualadora”, “la educación ascensor social, integradora”. También las hay más perturbadoras; muestran brotes de esquizofrenia que despuntan vigorosos cuando se reclama a la educación utilidad concreta para el empleo y el mundo del trabajo y a la vez se rechaza la continuidad entre ella, pura y desinteresada, y los mercados competitivos, concebidos –además- como tierra de bribones y malandras.

Podría seguirse con la lista de exageraciones, sobredemandas o ilusiones, casi todas lejos de la prudencia cuando conviene estar atado a ella (no siempre es así, claro).

En Uruguay importa registrar una exageración especialmente pesada, que resume un pasado y arrima elementos de comprensión del presente. “La educación como formadora de ciudadanos” o “de ciudadanía”. No es erróneo, desde luego, pensar que la formación escolar en el nivel que sea contribuye a la forja de ciudadanía, o, más modestamente, al fortalecimiento del espacio público que aprende la valoración del punto de vista del otro, el respeto y la exigencia recíprocos, el compromiso personal en acciones colectivas, el cuidado de las reglas acordadas, la aceptación de controles desde las minorías. Martha Nussbaum ha escrito no hace mucho sobre todo lo que pierde la democracia contemporánea cuando abandona la enseñanza de las artes y humanidades y todo lo que ellas preparan a las personas para la comprensión de los otros.

No discuto, pues, no tendría cómo hacerlo, que la escolarización de las sociedades ha hecho bastante a favor de este proceso de expansión ciudadana. Solo que, tomado en perspectiva, el ciudadano es una criatura que lleva 2500 años de andanzas –en absoluto de trayectoria lineal- y apenas una parte de dicha forja, la recientísima, se hizo con un soporte en la escuela. Otra premisa complica y esclarece las cosas: la ciudadanía se hizo y se hace a sí misma, desde prácticas específicamente políticas; los ciudadanos son actores de contingencia, la política democrática se hace en la práctica democrática, menos controlada, menos tranquila, más imprevisible que la que se desenvuelve en las aulas, en las que impera, perforado quizás hoy como nunca, un régimen de autoridad. Pongámoslo en otros términos: hay en Uruguay, como en muchos países, un desdén activo contra la experiencia hecha afuera de las instituciones educativas, en el mundo profano (para usar los términos de Carlos Pareja), una convicción bastante generalizada y vetusta por la cual, quien no se escolarizó, quedó condenado, en su barbarie, a no alcanzar las mieles de la política virtuosa o civilizada.

Se trata de una convicción aún más antigua que las animadas en el mismo sentido con fervor, trabajo y éxito, entre otros, por José Pedro Varela, para quien la política de su tiempo era un problema cuya solución debía radicarse afuera de ella, en una nueva agencia, la escuela, y desde una nueva sociedad rehecha por inmigrantes sanos. La frase generalmente invocada no es original, tiene algo de sugerente circularidad y su fortuna ha sido tan inmensa como tan lejos vamos perdiendo su contexto de enunciación: “para formar a la república lo primero es formar a los republicanos”. Un objetor de los que el reformador no tuvo en cantidad suficiente y a tiempo podría haberle replicado -con la historia a su favor- que los republicanos se forman adentro de la vida republicana, en su barro, en el mundo del conflicto y la persuasión. (Algo le dijeron al respecto, sin llegar a tanto, sus amigos jóvenes como él Carlos María Ramírez y Julio Herrera y Obes.)

Así pues, tomemos nota de lo que hemos ido olvidando y puede contribuir -el olvido- a explicar algunos de nuestros errores y empecinamientos: antes que la agencia estatal que monopolizó lo público, en la que se delegó lo público, la educación y aun la escuela fueron asunto del común, continuidad con la sociedad y sus intereses particulares; antes que a la recientísima institución escolar, la historia de la ciudadanía democrática le debe mucho más a la vida en las ciudades y municipios, en las plazas y en los mercados; a los argumentos elaborados y discutidos en las asambleas, los parlamentos, los jurados, la prensa.

La última obviedad que es importante desmontar es de coyuntura y es la que afirma desde hace varias décadas dos conceptos de algún modo complementarios y de fuertes implicaciones prácticas: por un lado, la educación es un problema central para “los uruguayos”; por otro, los actores políticos -los partidos y sus técnicos- están de acuerdo, en lo esencial, sobre lo que hay que hacer con ella. Hay motivos para poner en duda estas cosas.

Si los indicadores de calidad, equidad, inclusión, pertinencia son cada vez peores; si los niveles de la docencia y la enseñanza, más allá de titánicos empeños generosos de muchos docentes, son propios de un país atrasado; si las instituciones –hablo de liceos y escuelas- son tierra de nadie, o de tránsito, o víctimas cautivas de grupos de poder sindical o sectorial, nada de esto que es innegable significa una conciencia generalizada y activa de los problemas, ni siquiera asegura manifestaciones de fatiga o indignación. Esta placidez o resignación es la que asegura que la educación formal sea el lugar donde gritan los que están organizados y dicen hacerlo en nombre de todos; es también la que permite que algunos jerarcas hablen en términos incomprensibles, insustentables, autorreferenciales, hablen sin la más mínima preocupación por comunicarse con la ciudadanía. (Los jerarcas, digo más claramente, le hablan a los sindicatos y a los técnicos, a sus fracciones políticas o a los jefes; no es que no sepan, creo, sino que no creen necesario hacer otra cosa. Tampoco los ciudadanos parecen reclamarles algo diferente).

Sobre esta confusión -para denominar las cosas con benevolencia- circula la otra, la del consenso de los técnicos. Creo que no es tal, salvo el que se organiza en torno a vaguedades valiosas pero más o menos obvias, o que derivan de inexcusables referencias comparativas. No creo muy importante en términos políticos el consenso de los técnicos, como tampoco el de los economistas sobre el comportamiento del mercado o el tipo de cambio, o el de los encuestadores sobre las tendencias de la opinión pública ante las elecciones. Incrementar demasiado su peso equivale, nuevamente, a volcar las cosas a favor de las tecnocracias que tampoco hablan a los ciudadanos y que -dicho sea en su beneficio- no tienen por qué hacerlo.

De todas maneras, pongamos por caso que los técnicos, y más precisamente aquellos que dividen su trabajo entre la adscripción académica y la partidaria, llegaran a un acuerdo sobre qué hacer, un acuerdo rápidamente trasladable a los partidos del gobierno y de la oposición. Más allá de lo difícil que resulta el acuerdo institucionalizado para gobernar en nuestro sistema político, la receta acuerdista en la educación ya fue probada y los resultados son nulos. Su “facilidad” es sospechosa, lleva a pensar en disidencias que calan más hondo y que no nos animamos a pensar y conversar.

Aferrados al cofre de unas joyas de la abuela, la política sigue ausente, la lealtad se afloja, los que no tienen voz, que son la mayoría, toman la salida sin hacer mucho ruido.

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