El 30 de noviembre de 2014 Luis Lacalle Pou perdió la segunda vuelta electoral con Tabaré Vázquez. Supo dos cosas ese día. Una, que difícilmente llevaría a su partido a una victoria con sus solas fuerzas; otra, más compleja, que debía entonces construir una coalición entre partidos de oposición y encabezarla para ganar el gobierno en 2019. Con paciencia y creciente convicción, día por día, eso fue lo que hizo, con la certeza de que era el único camino disponible para alcanzar la meta.
Pudo mantener ese objetivo en alto incluso ante la emergencia de novedades desequilibrantes en el mapa partidario: la aparición o “el asalto” a su propio partido de Juan Sartori, la derrota de Sanguinetti y la emergencia de Talvi en la interna colorada y el hundimiento electoral del Partido Independiente. En el último semestre, la novedad más desafiante provino de Guido Manini y Cabildo Abierto, con un liderazgo que hunde sus raíces en las Fuerzas Armadas (fue comandante del Ejército hasta marzo de 2019, conoce bien sus estamentos y funciones) y se despliega en el territorio con un vínculo fuerte entre sectores vulnerables de la sociedad. El final de la carrera parecía relativamente cómodo para los desafiantes del gobierno, las encuestas proyectaban un resultado auspicioso en octubre, y, como su prolongación, más aún en noviembre. El último domingo Lacalle ganó la elección por dos puntos, pero alguien pisó la mariposa y pudo haberlas perdido.
No me detengo en desenrollar este ovillo porque me faltan muchos datos a pocos días de la elección. Recién sabemos, por ejemplo, que la cuarta parte de los votos de Cabildo Abierto en octubre se fueron a Daniel Martínez en noviembre. Solo digo que no sé hasta cuándo el presidente Lacalle Pou podrá mantener la alianza con un socio tan necesario como indisciplinado en la hora más crucial. Es probable que la cohesión dependa tanto de Guido Manini (cuyo perturbador mensaje final debe ser explicado en su sentido y en su función) como de Luis Lacalle Pou y sus socios, desde una inteligente combinación de firmeza y compromiso público a favor de una república de ciudadanos y no de corporaciones. Por allí pasa la viga de cemento que sostiene o disuelve la coalición llamada multicolor.
Con mayor distancia de los hechos de esta semana puede abrirse una perspectiva de más largo plazo, hacia el pasado y hacia el futuro. La resumo en una pregunta: ¿qué le agregó la segunda vuelta a la resolución del pleito? ¿Cuánto mejoró el balotaje la calidad del pronunciamiento que la ciudadanía consagró en octubre? Comprendo que llevar esta cuestión a fondo nos pone en los límites de nuestro régimen electoral. Ese es, precisamente, el propósito de este argumento.
Simulemos un poco para ayudar a su comprensión: en octubre quedó razonablemente clara una voluntad de cambio de gobierno; a la vez, la votación del gobernante Frente Amplio lo volvió a colocar como el más numeroso de todos los partidos en competencia. En mi república imaginada, un Jefe de Estado (que no tenemos con estas funciones) llamaría a Daniel Martínez para que formara un gobierno, para que ampliara mediante acuerdos con otros partidos o sectores una base política destinada a alcanzar una mayoría concretada en función de las definiciones programáticas previas. Es más que probable que Martínez no lo hubiera logrado (contra el sentido común, la tradición y la estadística no quiso reconocer aún la victoria del adversario), por lo que el turno sería entonces para Lacalle Pou, quien ya contaba con una dotación de diputados y senadores que lo habilitaban para formar un gobierno efectivo. En cualquier caso, se trataba de un noviembre dedicado al armado de un nuevo gobierno desde el Parlamento, de un mes destinado al alineamiento de preferencias y afinidades, a la atribución de responsabilidades concretas entre los partidos.
¿Qué noviembre tuvimos? Obviamente, el previsto por la Constitución y por quienes empujaron hace un cuarto de siglo (no solo en el Uruguay) la idea de una segunda vuelta que construyera un mandato presidencial mayoritario, descolgado de la distribución de preferencias de la primera vuelta. La competencia cambió entonces de naturaleza, y en un extremo distorsionó el pronunciamiento de octubre. Primero, rearticuló todo en un esquema bipolar (jardín de las delicias de los políticos, periodistas y académicos que ven las cosas –apenas- como un jueguito de “derecha” e “izquierda”); segundo, erigió y demandó liderazgos forzados, sobrelegitimados, personalizados que no alcanzaron a ser mandatos y sobraron, en cambio, para promover en sus tribus el acopio de agravios, imposturas, simplificaciones burdas; tercero, por lo anterior, lejos de facilitar un buen gobierno, lo complicó, y lejos de ayudar a pactar reformas sólidamente respaldadas, condenó al país a que cada uno cavara su trinchera y se disponga, desde ahora, a esperar su turno para la próxima.
Luis Lacalle se dedicó a dar forma a la coalición de la que habla con buena jerga institucional hace años, mientras Daniel Martínez debió aplicarse a una estrategia completamente opuesta, del voto a voto, destinada a perforar los pronunciamientos del 27 de octubre. Hijos de sus definiciones previas tomadas según las reglas no tuvieron otra chance.
No se me escapa que en la mejor interpretación de las cosas, la segunda vuelta ajusta la primera, despliega un énfasis diferente que en este caso 2019 podría obligar a tomar nota de una casi paridad entre los bloques y a imponer, en consecuencia, una pauta de gobierno más negociadora e incluso concordista. Un ajuste moderador de la relación entre mayoría y minoría. Pero esto parece improbable porque los bloques no equivalen a partidos políticos y porque su trayectoria normal es la confrontación que los reproduce iguales a sí mismos. Tampoco ignoro el argumento que cree necesario buscar un “presidente fuerte” ante la dispersión de la opinión ciudadana. Ocurre que hay que revisar con detenimiento el cuarto de siglo transcurrido en ese aspecto: puede dudarse, en mi opinión, de la fuerza de los presidentes dotados de una supermayoría derivada de la segunda vuelta, de la fuerza de Batlle Ibáñez (rescatado con su aquiescencia por el Parlamento, en su hora más difícil), del primer Vázquez (cuya seguridad reposaba mucho más en el gobierno armado entre ministros líderes y bancas que en los votos del balotaje), de José Mujica y del segundo Vázquez, crecientemente débiles, y el segundo, para peor, con su vice descabezado.
Esta democracia del Uruguay es un ejemplo mundial y en la patética América de hoy luce aún más fuerte, incluso contra el sentido común uruguayo. No es un lirio fugaz ni un clavel del aire, pero está expuesta a desaciertos y fallas para los que la segunda vuelta electoral es el mejor caldo de cultivo. Ahora que falta tanto para la próxima sería bueno discutir estas cosas.
Yo siento a muchos preocupados por la sana vida de la coalición que inteligentemente ideó Sanguinetti y que solo Lacalle Pou estaba preparado para llevar a cabo.
Lo mismo vivimos en los años previos a la coalición del FA en el 71′. ¿Como le limarían las asperezas entre P.Comunista y un Zelmar, un Terra y J.Cardozo? Y seguiría con otros más.
¿Como?
Con un articulador que se llamó Seregni. A veces Crottogini o Licandro un el último tramo.
Todavia no sabemos que tanto será de articulador Lacalle Pou.
Yo no dejaría ni detendría mi vision en fijarme que será de aquí en más de la fuerza más numerosa como el FA (39%), sino busca un referente con dedicación a liderar.
En mi simple opinión el mayor desafío que tiene.