En la tertulia del programa “En perspectiva” del 6 de abril de 2021, uno de sus integrantes tuvo la gentileza de recordar algunos de mis dichos sobre las prácticas democráticas uruguayas (https://bit.ly/2SHB9q1). Medio en broma y medio en serio, yo solía señalar a los asistentes a mis cursos que las relaciones interpartidarias se caracterizan en nuestro medio por la divergencia entre la camaradería afable que campea a nivel privado, por un lado y, por el otro, el recurso frecuente a confrontaciones crispadas a nivel público. De paso y a modo de comentario jocoso, les recordaba el famoso libro de Bernard de Mandeville “La fábula de las abejas. Vicios privados y beneficios públicos” (1714), y les señalaba que nuestros políticos, en cambio, se inclinan más bien a practicar “virtudes privadas” y “vicios públicos”.
De los cuatro integrantes de la mesa política de ese programa, Fernanda Boidi es la única a la que no tengo el gusto de conocer ni como alumna ni como colega en el Departamento de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales en el que trabajé desde 1991 hasta 2015. En cuanto a los otros tres -Daniel Buquet, Daniel Chasquetti y Adolfo Garcé-, anudé con ellos vínculos entrañables durante muchos años y si bien ahora nuestros encuentros son espaciados, sigo apreciándolos y guardo de ellos el mejor recuerdo, como personas y como investigadores.
En todo caso, al referirse a mí incurrieron en una imprudencia (generosa y bienvenida), por cuanto despertaron al demonio contradictor que me habita y le abrieron una puerta para colarse en sus controversias sobre el papel del diálogo en la consolidación de las prácticas e instituciones democráticas. Escuchándolos en la tertulia se nota, en primer lugar, que hace mucho que vienen debatiendo en torno a esta cuestión y, en segundo lugar, que sus posiciones están alineadas de la siguiente manera: los dos Danieles se ubican en una posición cercana entre sí y opuesta a la de Adolfo, lo cual no impide que cada una de las partes reconozca los méritos y aciertos de la restante.
Y bien, yo voy a tratar de inspirarme en la forma en que los tres debaten entre sí, respetándose mutuamente, con la disposición a buscar la mejor versión de la otra parte y rescatar de allí aportes compartibles, reconociendo que lo que está en juego es una opacidad genuina, que se trata de una cuestión que –como todas las que dan lugar a discrepancias en el marco de una democracia pluralista- no es zanjable en el corto y mediano plazo ni admite respuestas inequívocas y de una vez para siempre. Basándome en esa forma de debatir, voy a sugerir muy humildemente que ambas partes están equivocadas y están incurriendo en una falsa oposición. De antemano, me adelanto a pedirles perdón si mis aportes les resultan inoportunos o pretenciosos.
A mi juicio, la tesitura que asume Adolfo Garcé, favorable a la formación de un acuerdo suprapartidario para “blindar” a las instituciones democráticas en una coyuntura como la presente, corre el riesgo de achicar el margen disponible en ese marco institucional para las discrepancias legítimas. Como acertadamente señala Daniel Buquet, en la medida en que los partidos políticos no logran formular sus convocatorias como alternativas bien diferenciadas, la ciudadanía termina concluyendo que la opción por uno de ellos es irrelevante, por cuanto se trata del mismo perro con distinto collar. En un escenario así configurado termina imponiéndose la apatía y el desencanto, el “que se vayan todos”. Se trata del mejor caldo de cultivo para que empiecen a aparecer y resultar atractivas las fórmulas y candidaturas antisistema, los populismos de izquierda y de derecha, autoproclamados como la representación de los que ya se hartaron de los partidos políticos existentes, de sus continuos enfrentamientos, de sus competencias encarnizadas por el uso de los recursos de autoridad en las que utilizan en forma sesgada sus prerrogativas, tratando de favorecer a sus bases sociales de reclutamiento de seguidores y de debilitar a las de sus adversarios.
Por otro lado, la tesitura que comparten los dos Danieles ofrece flancos vulnerables. En primer lugar, establece una falsa oposición entre una deliberación democrática asociada al dialogo y a la búsqueda de acuerdos, por un lado y, por el otro, una democracia competitiva, en la que de lo que se trata es aventajar al adversario aprovechando todas las oportunidades para menoscabarlo y dejarlo mal parado, aunque ello implique fomentar malentendidos y forzar interpretaciones distorsionantes de sus actitudes y dichos. De esa manera pierden de vista una tercera alternativa en la cual el diálogo democrático debidamente conjugado –tal como lo practican ellos cuando debaten con Garcé- obliga a los partidos involucrados a articular sus discrepancias, a formular mejor sus diagnósticos y sus propuestas, haciéndose cargo tanto de las objeciones razonables como de los elementos de juicio rescatables en los diagnósticos y propuestas de sus interlocutores, pero renunciando de antemano a disolver aquellas discrepancias sustantivas que configuran a la democracia pluralista como una empresa moral y cívica abierta hacia el futuro y en la que resultan involucradas nuestras más nobles aspiraciones (a modo de guía rendidora para resistir la tentación de quedar atrapados en esa alternativa empobrecedora, permítanme que les recomiende a los tres la relectura de ese libro maravilloso que supo escribir el economista Albert O. Hirschman: “Las pasiones y los intereses”).
En segundo lugar, los dos Danieles parecen ubicarse en un marco conceptual en el que no hay márgenes para exigir niveles de calidad y de solvencia en cuanto a los recursos esgrimidos por los partidos en sus prácticas confrontativas, es decir, en los debates acerca de las políticas públicas. Daniel Buquet reconoce este punto, cuando señala sus resistencias y temores a incursionar en los aspectos sustantivos de las prácticas democráticas. A mi juicio, esa renuncia a distinguir los impactos virtuosos o contaminantes de las confrontaciones interpartidarias en función de la índole de los argumentos y las consideraciones que se intercambian, expone a las prácticas democráticas a resultar indefensas frente al peligro de deslizarse por una pendiente tan peligrosa como la asociada a la versión “frutillita” de los acuerdos suprapartidarios. Como diría Kesman: “una cosa es una cosa, y otra cosa es otra cosa”. Son muy distintas las confrontaciones que se anudan en torno a discrepancias sustantivas, de las que se reconoce su arraigo genuino en opacidades intrínsecas a las cuestiones de moralidad cívica que están en juego, por un lado y, por el otro, aquellas en las que no se deja lugar para discrepancias legítimas y las diferencias entre los partidos se atribuyen exclusivamente a las deficiencias de idoneidad moral e intelectual de los adversarios. Cuando se consolida ese nivel de intercambio de mensajes entre los partidos, la “democracia competitiva” termina convirtiéndose en una secuencia interminable de choques entre barras bravas, diálogos de sordos, en el que todos los interlocutores quedan atrapados y condenados a no aprender de sus intercambios con quienes asumen interpretaciones discrepantes de los intereses públicos, a repetir hasta el cansancio las mismas consignas simplificadoras, desgastadas y desautorizadas por una acumulación de contrastaciones inequívocas.
Como acabamos de señalar, esos diálogos fallidos parten del supuesto según el cual los partidos comparten los mismos objetivos, a partir de lo cual es preciso concluir que las diferencias que cada uno puede reivindicar frente a los demás remiten, o bien a distintas opciones de índole instrumental –cuáles son los medios para alcanzar dichos objetivos- o bien a la capacidad de gestión de cada convocatoria partidaria, a sus sensibilidades morales y cívicas, a su idoneidad como custodios y administradores de los recursos públicos. Y bien, esta versión del diálogo interpartidario conduce a un callejón sin salida, a la vez que abre la puerta a modalidades empobrecidas y empobrecedoras de dichos diálogos. Por lo pronto, los mandatos y las instancias democráticas carecen de credenciales de legitimidad para asumir incumbencia y emitir fallos dilucidatorios confiables en cuestiones de índole instrumental. Plantear la agenda del interés público en esos términos equivale a una invitación a suplantar el gobierno de los ciudadanos por el gobierno de los tecnócratas. En segundo lugar, si las diferencias se plantean en términos de las disposiciones morales e intelectuales de los diferentes partidos como agentes capacitados para ajustar su gestión de gobierno al cumplimiento estricto de aquellos objetivos a los que todos supuestamente adhieren, entonces solo queda lugar para el intercambio de reproches y descalificaciones recíprocas. En efecto, en la medida en que el ciudadano profano no está habilitado para determinar la eficacia diferencial de las políticas públicas propuestas por los distintos partidos –recordemos que se trata de una conexión causal entre los medios aplicados y los resultados esperados, es decir, de una cuestión que solo puede ser dilucidada en base a un saber científicamente legitimado-, las únicas jugadas” disponibles consisten en presentar a las propuestas de los adversarios como expresión de una sensibilidad social distorsionada o como lastrada por los compromisos adquiridos con sus bases sociales.
En conclusión, discrepo con ambas partes. Si bien comparto la preocupación de Adolfo Garcé por la calidad de las relaciones y del dialogo interpartidario, me inclino a considerar demasiado complaciente su juicio acerca de las virtudes y madureces de las prácticas democráticas uruguayas. Y si bien comparto con los dos Danieles que la explicitación y el marcado de las discrepancias entre los partidos no constituye necesariamente una amenaza para la salud y el vigor de una democracia pluralista, me separo de ellos en la medida en que considero que el destino de una democracia está en juego todos los días a través de los términos y los recursos sustantivos que los partidos políticos utilizan para plantear y procesar sus discrepancias. Y atención: según los datos proporcionados por el Latinobarómetro, en los últimos 10 años ha ido disminuyendo el porcentaje de ciudadanos uruguayos que confía en las instituciones democráticas. Da mucho más trabajo, claro está, formular las discrepancias cuando cada parte se abstiene de reducir la posición de sus adversarios a una versión caricaturesca y, por el contrario, se anima a reconocer sus aciertos y sus arraigos en intuiciones morales compartibles. También da trabajo procesar esas mismas discrepancias asumiendo exigencias y cuidados “epistémicos”. Se trata, por ejemplo, de demostrar todos los días nuestra disposición a revisar y corregir algunas de nuestras convicciones en el caso de que se acumulen elementos de juicio y testimonios profanos que las desautoricen sistemáticamente o, al menos, muestren sus limitaciones; de preocuparse por esbozar ámbitos apropiados para contrastaciones compartibles, por ofrecer instancias confiables de monitoreo de resultados de las aplicaciones de políticas públicas.
Entiendo y me hago cargo de las reticencias que suscita en Daniel Buquet la incorporación de cuestiones de índole sustantiva en el análisis científico de nuestras prácticas políticas. Sus temores a ese respecto son razonables y su parsimonia metodológica es acreedora a todo mi respeto. Con todo, creo que en relación con ciertos asuntos no hay más remedio que asumir riesgos e incorporar a nuestras indagaciones politológicas aquellas dimensiones de moralidad cívica que están intrínsecamente asociadas a los compromisos de convivir y cooperar en el marco de un pluralismo democratico, tomando sí todas las precauciones y tratando de incluir todas las perspectivas evaluativas razonables. Creo que a la larga no podemos dejar de lado que la democracia no es una forma más de gobierno, un mero conjunto de procedimientos para asignar recursos de autoridad y distribuir prerrogativas y responsabilidades. Se trata de involucrarnos en un experimento moral tan singular como exigente que consiste en asumirnos como agentes libres e iguales en dignidad y en autoridad que, al proponerse el autogobierno, lo hacen bajo la condición y con el compromiso de que los recursos de autoridad compartidos no sean utilizados para dirimir nuestras discrepancias filosóficas, morales y religiosas. Tal compromiso no implica renunciar a nuestras creencias diferenciales acerca del mobiliario del mundo, a nuestras convicciones en torno a aquello que torna valiosa a la vida humana o acerca de cuáles deben ser los contenidos de nuestros cuidados prioritarios y de nuestras responsabilidades personales. Eso sí, tal compromiso convierte a la democracia en una modalidad de ejercer y de legitimar la autoridad muy frágil, en la medida en que la torna huérfana de recursos y anclajes disponibles en el mundo natural y humano, en que le impide apelar a aquellas lealtades, intereses y costumbres que inducen a los miembros de los distintos agrupamientos y organizaciones –familias, tribus, empresas, comunidades religiosas, profesionales, académicas, educativas, etc.- a compartir objetivos y prioridades, así como a asumir cuidados, disciplinas y restricciones.
En tal sentido, hay que empezar por asumir que la democracia va a contrapelo del orden y la estabilidad social y que introduce deliberadamente factores de discordia y disrupción, en la medida que nos convoca a acondicionar un ámbito especialmente protegido y garantizado para que cada uno de nosotros pueda cuestionar –sin exponerse a amenazas y represalias- las creencias y costumbres establecidas, las pautas prevalentes en torno a los roles de los géneros, a las relaciones familiares, a la organización del trabajo, a la mejor manera de articular las decisiones colectivas e individuales sobre el uso de los medios de producción. Por lo mismo, se incurre en un grosero error cuando se pretende legitimar la autoridad de los fallos democráticos por sus resultados en los largos plazos, por su capacidad de propiciar niveles más altos de cooperación social voluntaria y de acatamiento no forzado a las disposiciones y a las políticas públicas vigentes. Por el contrario, comparada con cualquier otra modalidad de gobierno, la democracia es la menos ágil y la menos eficiente en alcanzar las metas o implementar los programas que sus órganos administrativos se proponen llevar adelante. La razón es muy sencilla: los principios de moralidad política que los gobiernos democráticos pueden invocar para legitimar el ejercicio de la autoridad institucional los comprometen a establecer de antemano dispositivos específicamente habilitados para atender cuestionamientos y denuncias, para ejercer controles administrativos y judiciales, así como instancias descentralizadas, obligadas a tomar en cuenta los testimonios de los usuarios directamente afectados y familiarizados con las implicaciones diversas de tales medidas sobre sus condiciones y opciones de vida.
Así, pues, hay que advertir de antemano a aquellos ciudadanos cuya adhesión a la institucionalidad democrática es meramente condicional y se basa en el supuesto según el cual su vigencia alcanzaría para garantizar estabilidades y certezas en el marco de una convivencia ordenada y pacífica, exenta de conflictos, donde los incumplimientos y los abusos serían rápidamente detectados y sancionados, donde los errores serían corregidos sin esperar que se acumulen los reclamos, donde los niveles de acatamiento y disciplinamiento colectivos resultarían óptimos. La advertencia es: miren, muchachos, sus expectativas carecen de sustento y están totalmente desencaminadas. En primer lugar, porque la consolidación de una democracia sana y vigorosa requiere de sus integrantes un tipo de lealtades y compromisos mucho más exigentes que aquellos que ustedes están dispuestos a compartir con sus conciudadanos. Dichos compromisos los convocan a asumir las discrepancias de convicciones y los conflictos de intereses que se sustancian en su comunidad como asuntos de su propia incumbencia. Recuerden que hace más de 2.500 años, Solón definía a una sociedad justa como aquella en la cual cuando uno de sus miembros es agraviado, los demás se consideran ellos mismos ofendidos y dispuestos a hacer todo lo que esté a su alcance para reparar el agravio. En segundo lugar, porque, como ya he señalado, las instituciones democráticas sólo pueden legitimar el ejercicio de su autoridad en la medida en que se acondiciona en su seno un ámbito protegido para el cuestionamiento de todos los ordenamientos establecidos.
Si lo que buscan, por el contrario, es un entorno favorable para perseguir sus propios asuntos sin interferencias imprevisibles, entonces deben optar por adherir a un contrato hobbesiano con una autoridad que no está expuesta a cuestionamiento, habilitada para resolver por su cuenta las controversias entre interpretaciones discrepantes en torno a los asuntos de interés público. Es lo que nos ofrecen las modalidades de gobierno no comprometidas con el pluralismo democrático, aquellas en las que la autoridad es ejercida por un partido único –como el caso de la República Popular China- o por una élite tecnocrática educada para ello y seleccionada por concursos, como proponía Platón. Es cierto que quienes asumen esta opción deben estar dispuestos a pagar un alto precio en términos de autoridad y dignidad moral, que tienen que renunciar a cualquier pretensión de incidir sobre el futuro de su comunidad de destino y resignarse a esa condición a la que Étienne de la Boétie designaba en 1548 como “la servidumbre voluntaria”. Con todo, también es cierto que las recompensas para esas renuncias y resignaciones pueden llegar a ser muy jugosas, al menos en términos de eficiencia, orden y disciplinamiento.
Así, pues, los experimentos democráticos deben solventar dos aporías complementarias que, a primera vista, parecen conducir a callejones sin salida. Por un lado, para justificar la legitimidad de su ejercicio de la autoridad institucional no pueden apelar a principios a salvo de controversias interpretativas acerca de su alcance. Al mismo tiempo, deben evitar quedar atrapados en el imperio del relativismo y del cinismo moral, en el que todo vale lo mismo. En ese sentido, es preciso reconocer que las democracias avanzan sobre una cornisa muy estrecha, a cuyos lados se abren sendos abismos. Por otro lado, para reclutar niveles altos de acatamiento y colaboración por parte de sus miembros no pueden apelar a las costumbres, lealtades, disposiciones e intereses que dichos miembros han cultivado al involucrarse en los distintos tipos de vínculos que han ido anudando sus destinos con determinados agrupamientos sociales (parentescos, actividades profesionales, inserciones económicas, afinidades ideológicas, etc.) a la vez que han configurado sus maneras de pensar con respecto a las cuestiones de interés público. Es cierto que para los gobiernos y los partidos políticos resulta tentador halagar y manipular esas inercias y motivaciones activables. El problema es que las lealtades y respaldos que así se reclutan se revelan como demasiado anémicos cuando es preciso defender la democracia frente a aquellos fanáticos que ya saben cuáles son las soluciones correctas y los valores que es preciso poner a salvo de nuestra desidia y nuestras veleidades; frente a aquellas minorías intensas y movilizadas que siempre están buscando la oportunidad para suspender la cacofonía pluralista e imponernos la servidumbre voluntaria, con la excusa de que están en peligro la integridad moral de la nación o los intereses permanentes de la población.
¿Cómo se resuelven estas dos aporías? ¿A qué tipo extraño de materiales podemos recurrir para justificar nuestras instituciones y prácticas democráticas, así como para procesar rendidoramente los asuntos de interés público? En mis cursos y en mis escritos siempre insistí en la misma respuesta: se trata de apelar a recursos específicos –intuiciones profanas de moralidad cívica- y endógenamente cultivados, esto es, adquiribles, revisables y articulables a través de nuestra participación en instancias de decisión ciudadana. Admito que se trata de una respuesta muy escueta, pero no sería sensato alargar más estos comentarios.
P.S. a Fernanda Boidi: te pido disculpas por dejarte de lado en este intercambio con “Fito” y con los dos Danieles, que prolonga viejas charlas con cada uno de ellos por separado y juntos. No he tenido oportunidad de leerte y escucharte, por lo que no me animo a ubicarte en el marco de esta controversia. Me harías un honor si mandaras tus comentarios a mi mensaje, de modo de saber cuál es tu posición en torno a estos asuntos.
-A los cuatro tertulianos, Fernanda, los dos Danieles y Fito, en el caso que me honren con sus comentarios, les pido autorización para incluirlos en nuestra página web https://www.escuelademontevideo.org/