‘’Un país como Uruguay, en su acción internacional, no debe caer en la tentación de privilegiar la política sobre el derecho, de contraponer política con comercio o de afirmar solo vínculos o posibilidades estratégicas con países que tengan gobiernos con afinidad ideológica’’. [1] El extracto corresponde al discurso de asunción del canciller Rodolfo Nin Novoa, quien con estas expresiones anunció, implícitamente, un giro en los criterios de conducción de la política exterior uruguaya con respecto al período anterior.
La respuesta del presidente saliente, José Mujica –inequívocamente aludido- es desglosable en dos componentes: la denuncia de descontextualización de sus dichos de tres años atrás, cuando justificó el apoyo de Uruguay al ingreso irregular de Venezuela al Mercosur –que no contaba con el respaldo unánime de los Estados Partes- en la primacía que tenían, en tal escenario, los elementos políticos sobre los jurídicos; y el concepto de que, en los largos plazos, ‘’la política genera derecho’’, ejemplificado por la revolución artiguista que nos independizó de la Corona Española. [2]
Contextualizando: en junio de 2012 el presidente de Paraguay, Fernando Lugo, fue destituido por el parlamento a través de un juicio político. La rapidez vertiginosa con que se sustanció el mismo tomó por sorpresa a varios incluyendo, nobleza obliga, a quien esto escribe. No faltó quien hablara de impeachment express. Y se multiplicaron las voces denunciantes de un golpe de Estado perpetrado por los sectores políticos tradicionales. En rigor, la Constitución paraguaya hace pasible de juicio político a las más altas autoridades gubernamentales –incluido el Presidente de la República- por ‘’mal desempeño de sus funciones’’[3], aún sin presumirse la comisión de delitos. Requiriéndose mayorías de dos tercios, la Cámara de Diputados acusa y la Cámara de Senadores juzga. La declaración de culpabilidad determina la separación del cargo. En una región con regímenes de gobierno de rasgos presidencialistas, esta figura jurídica es asimilable al voto de censura en los sistemas parlamentarios, denotando la hibridez en la forma de gobierno que los paraguayos se dieron en su texto constitucional de 1992. Más de tres décadas de autoritarismo (1954-1989), con arbitrariedades y abusos desde el Ejecutivo, acaso aporten a la explicación de esta ingeniería institucional.
Con los reparos que le quepan a este episodio desde el punto de vista político, no existió un quiebre institucional. Fue una crisis de gobierno, no del sistema democrático. Sin embargo, invocando el Protocolo de Ushuaia sobre Compromiso Democrático en el Mercosur, los restantes Estados Partes –Brasil, Argentina y Uruguay- resolvieron suspender a Paraguay, haciendo gala de un pretendido apego jurídico que brilló por su ausencia ante otros casos que sí revestían el carácter de crisis institucional, como la caída del presidente Fernando De la Rúa en diciembre de 2001, en el marco de un presidencialismo puro y duro como el argentino, y bajo circunstancias que conjugaron la manifestación popular espontánea con la orquestación política desde la oposición. Dilma Rousseff, Cristina Fernández y José Mujica reeditaron la Triple Alianza –versión siglo XXI-, en un acto que, en el caso del presidente uruguayo, que se ha manifestado tributario del enfoque blanco de la historia del Uruguay, añade a la arbitrariedad una llamativa incongruencia política. En la Cumbre del Mercosur en Mendoza[4], Mujica posó sonriente con sus pares argentina y brasileña, legitimando la resolución del bloque.
Si bien la suspensión de Paraguay no autorizaba en modo alguno el reemplazo de su soberanía en las decisiones sobre admisión de nuevos miembros, la cumbre extraordinaria celebrada en Brasilia[5] oficializó la incorporación venezolana al Mercosur. El canciller uruguayo, Luis Almagro, había adelantado su posición contraria a usufructuar la ausencia paraguaya para concretar el ingreso de Venezuela. La actitud de Mujica en Brasilia dejó abiertamente desautorizado al Ministro de Relaciones Exteriores que, aún en desacuerdo con la actitud presidencial, permaneció en su cargo.
Fue en tal contexto que el presidente Mujica se refirió a lo político primando sobre lo jurídico. Una explicación que haría las delicias de los portavoces de la teoría realista de las relaciones internacionales, en la medida que el poder fáctico de los Estados –y las asimetrías entre ellos- hacen estériles los ordenamientos jurídicos supranacionales. De allí el rigor –o la falta de él, en realidad- en la sanción a Paraguay mientras se legitima, encabezando una marcha de respaldo, las violaciones a los derechos humanos del gobierno de Nicolás Maduro. La ‘’Realpolitik’’ se impone sobre el Derecho Internacional. Algo de esto supimos cuando Estados Unidos, Gran Bretaña, España y demás aliados resolvieron la invasión a Irak en marzo de 2003, haciendo caso omiso a los dictámenes de la ONU y a la posición contraria del Consejo de Seguridad.
La reciente argumentación de Mujica, ilustrada con nuestro proceso emancipatorio, señala a la política como fuente de derecho desde una visión histórica. La magnitud del ejemplo remite a momentos extraordinarios en la vida de los pueblos que dejan su marca en los ordenamientos jurídicos. Tratándose del ingreso de un nuevo socio a un acuerdo de integración regional, ¿cuál sería el legado normativo de esta acción política? ¿La sustitución del criterio consensual por la regla de la mayoría en las resoluciones de máxima entidad del bloque? ¿La supresión del veto de las minorías? En lo que hace al compromiso democrático del Mercosur, más que generación de derecho lo que se vislumbra es la aplicación selectiva –dotada de ‘’realismo político’’- del protocolo suscrito en la materia. Réquiem para los socios pequeños.
La tensión entre lo político y lo jurídico no es nueva entre nosotros. Situándonos en el período post-dictadura cívico-militar, hay quienes han señalado a la Ley de Caducidad de la Pretensión Punitiva del Estado[6] como un caso de primacía de lo político sobre lo jurídico. Se trata de una norma que quebranta principios de justicia esenciales, además de ser notoriamente inconstitucional. Quienes la promovieron y votaron, en efecto, antepusieron la necesidad de una salida política a los preceptos constitucionales. Con la institucionalidad democrática cuestionada por el desacato militar –en lo que configuraba una circunstancia extraordinaria- se adoptó una respuesta política que generó derecho, con costos morales y jurídicos demasiado altos para la sociedad uruguaya.
Las luces de alerta deberían encenderse cuando lo extraordinario se vuelve rutina. El gobierno de Mujica tuvo un comienzo auspicioso, con un acuerdo político con la oposición que posibilitó una distribución de los recursos de autoridad que el Uruguay no había conocido en 20 años. A partir de allí, el quinquenio fue pródigo en episodios en los cuales los fines políticos justificaron el regateo de las formas. Las leyes inconstitucionales que el Parlamento aprobó –en temas de alta sensibilidad- no deberían ser recordadas por lo numerosas, sino por la obcecación con que se las impulsó a sabiendas de los yerros legislativos en que se incurría. La capacidad de alineamiento interno del partido de gobierno en estos casos exhibió a legisladores colocando el acatamiento partidario por encima del cumplimiento de sus juramentos constitucionales.
La ley interpretativa que dejaba sin efecto la Ley de Caducidad contravino los resultados de dos plebiscitos, revelando una preocupante concepción instrumental de los pronunciamientos de la ciudadanía. En un sistema democrático, el fallo ciudadano en las urnas posee un valor intrínseco. Cierto es que hay asuntos que no deberían plebiscitarse. Debe agregarse que, una vez plebiscitados, no existe fundamento válido para desconocer lo votado. Mujica, que consintió aquel atropello del veredicto popular, manifestó en su reciente alusión didáctica a la gesta artiguista que ‘’no debe haber acto político más grande que una revolución’’.[7] En el ideario mujiquista, según parece, la voluntad ciudadana expresada a través del sufragio no es una manifestación política que revista la suficiente grandeza como para constituir fuente de derecho.
Mujica no ocultó su malestar con el freno constitucional expresado en las sentencias de la Suprema Corte, postulando que ‘’la justicia refleja el peso de las clases que dominan en una sociedad’’.[8] Culminó su mandato violando la Constitución con sus incursiones en la campaña electoral, práctica política que no inauguró aunque sí llevó al extremo, haciéndola desembozadamente y justificándola por su condición de hombre de partido.
El inventario de estos hechos denota un retroceso institucional en los últimos cinco años, por la naturalización progresiva del desprecio y la inobservancia de las normas. Las declaraciones de Nin Novoa al tomar posesión de su cargo presagian, aparentemente, un manejo de las relaciones exteriores que conjugue y contrapese de otra manera lo político y lo jurídico, sin abonar dicotomías toscas y perversas que hieren y desgastan a ambas arenas. Resulta deseable que dicho cambio sea extensivo a las restantes áreas de gobierno.
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[1] Montevideo Portal, www.montevideo.com.uy, 02/03/2015.
[2] Montevideo Portal, www.montevideo.com.uy, 03/03/2015.
[3] Constitución de la República de Paraguay (1992), Sección VI, Artículo 225.
[4] Cumbre del Mercosur, Mendoza, Argentina, 29 de junio de 2012.
[5] Cumbre Extraordinaria del Mercosur, Brasilia, Brasil, 31 de julio de 2012.
[6] Ley No 15.848, promulgada el 22 de diciembre de 1986.
[7] Montevideo Portal, www.montevideo.com.uy, 03/03/2015.
[8] Entrevista con el periódico Perfil, Buenos Aires, febrero de 2015. En noviembre de 2014 la SCJ declaró inconstitucional la segunda parte del Impuesto a la Concentración de Inmuebles Rurales (ICIR).