A comienzos del período de gobierno al que hoy le quedan dos meses, el senador Jorge Larrañaga inició una ronda de contactos políticos con referentes de los partidos de oposición, auscultando acuerdos bajo la consigna pública de construir un “espacio superador” del Frente Amplio, en explícito contraste con la negación del partido que por cuarta vez había sido el más votado por la ciudadanía y por tercera vez había alcanzado la Presidencia de la República con mayorías legislativas. En coincidencia temporal, el senador Pablo Mieres del Partido Independiente promovía a través de acciones diversas la conformación de un “espacio social-demócrata”, nutrido de convergencias entre sectores batllistas, seregnistas y wilsonistas. Las iniciativas de ambos líderes –ministros designados para el gobierno de coalición que asumirá el próximo 1o de marzo- denotaban, con acentos diferentes, la necesidad de superar una lógica de confrontación binaria entre dos bloques políticos irreductibles, tendiente a la anulación recíproca y los juegos de poder en los que el ganador se lleva todo. Desde la disposición a hacer política –en el sentido más amplio del término- sobre los cimientos fijados previamente por propios y extraños, hasta la generación de transversalidades políticas con incidencia en las agendas de gobierno, ambos planteos tenían el denominador común de trascender el esquema de las dos mitades enfrentadas.
El pronunciamiento en dos etapas de la ciudadanía en la reciente elección nacional arrojó un mensaje desafiante en cuanto a su interpretación. La elección del 27 de octubre supuso una nítida señal en contra de las mayorías parlamentarias de un solo actor partidario y a favor de la alternancia política, terminando de dar perfil a una coalición opositora con un contingente de legisladores que, sumando fríamente escaños, otorga razonables perspectivas para el desarrollo de una gestión gubernativa; el balotaje de noviembre arrojó brumas sobre el primer veredicto popular, dividiendo en partes casi iguales las adhesiones entre ambas candidaturas presidenciales en pugna.
Asumiendo lo osado de pretender descifrar los mensajes transmitidos en las urnas, resulta una lectura plausible que después de quince años de mayoría parlamentaria de un partido –recurso político intachable en su legitimidad aunque frecuentemente mal administrado-, la ciudadanía expresó su voluntad de que haya acuerdos interpartidarios para gobernar, lo que implica negociación para leyes políticamente importantes. En orden complementario, la paridad en la contienda presidencial es interpretable como una desautorización a gobernar ignorando a la mitad del país que no votó por el vencedor.
¿Será posible dar cauce a estos mensajes? ¿O nos dirigimos inexorablemente a una reedición de la polarización entre bloques? ¿Habrá márgenes para entendimientos transversales que traspongan las fronteras de aquellos en asuntos tan complejos y estructurales como la seguridad social o la educación, por citar solo dos ejemplos?
Si la dinámica política binaria de los últimos tiempos llama al desaliento en la materia, los signos de la transición autorizan a conservar alguna expectativa, tanto por el talante componedor que ha dominado el discurso de Lacalle Pou como por el sentido institucional que ha caracterizado, en términos generales, a las actitudes del gobierno y, fundamentalmente, del presidente Vázquez. Con el gabinete ministerial anunciado, el relevo de autoridades a tramitarse entre febrero y marzo abrirá paso a otro mojón, que quien escribe vislumbra desde ya como de capital importancia para ambientar el mejor escenario factible: las designaciones en la administración.
El primer gobierno de Julio María Sanguinetti – en el peculiar marco de completar la transición de la dictadura a la democracia-, además de abrir el gabinete a figuras no coloradas, incluyó a nivel de la administración a los partidos de oposición. En los quince años siguientes, los distintos ensayos de coalición de colorados y blancos limitaron la presencia en directorios de entes autónomos y empresas públicas a los propios coaligantes, sin siquiera una iniciativa para la representación opositora. Esta falencia alcanzó su cenit bajo la presidencia de Jorge Batlle, cuando el Frente Amplio (FA) se había erigido en el partido más grande del sistema, representando al 40 % del electorado.[1] El primer gobierno de Vázquez arrojó una negociación frustrada –con responsabilidad preponderante del gobierno- para integrar a los entes al Partido Nacional, principal fuerza de oposición. Las administraciones de Mujica y Vázquez en la gestión que está culminando, superaron aquella carencia arrastrada por 20 años y, no sin cortocircuitos y desatinos,[2] propiciaron acuerdos incluyentes de blancos, colorados e independientes.
La presencia de la oposición en estos organismos, ejerciendo un rol de contralor pero también de corresponsabilidad administrativa, es importante en dos dimensiones: la primera refiere al hecho de que, sea cual sea el gobierno de turno, la participación opositora ofrece mayores garantías a la ciudadanía en cuanto al manejo escrupuloso de la cuestión pública, si bien no inmuniza contra yerros en la gestión[3]; me detengo particularmente en la segunda dimensión, vinculada con la generación de un marco político mínimo para la consecución de acuerdos de envergadura.
Lacalle Pou encabezará una inédita coalición de cinco partidos. Su funcionamiento y duración efectiva constituyen una incógnita, como suele suceder en un régimen de gobierno con mandatos fijos como el uruguayo, en el cual el calendario electoral delimita, paulatinamente, el momento en que los socios desplazan su interés de los cargos que ocupan y las políticas públicas en que pueden incidir, para centrarlo en los votos a cosechar en la futura elección.
A este factor siempre operante se suma, en el actual escenario, que uno de los socios relevantes para la construcción de mayorías será Cabildo Abierto, un movimiento político novedoso, de meteórico ascenso, personalista y con tintes antipolíticos, el cual ha emitido diversas señales que lo tornan un actor particularmente imprevisible, con flojas ataduras a la coalición, tangibles en hechos que van desde la negativa de Guido Manini a ser parte del gabinete, hasta la tendencia a actuar por cuenta propia –en notoria disonancia con los tonos marcados por los restantes socios y por el presidente electo- de varios de sus dirigentes.[4]
En la segunda de las dimensiones esbozadas anteriormente, mi argumento es que, ante la fuerte incertidumbre que rodea a la coalición, sería un grave error de Lacalle Pou amputarse desde el inicio la posibilidad de alcanzar entendimientos con el FA –o sectores de él- en asuntos específicos importantes. La construcción de tal transversalidad puede resultar ilusoria, en atención a la dinámica de bloques –que el balotaje refuerza a la vez que incentiva- y a la presencia de un conglomerado político fuertemente disciplinado como el FA, poco afecto a las transacciones con otros partidos una vez que ha alcanzado su síntesis interna. Sucede que las diferencias o defecciones dentro de la nueva coalición determinarán, inexorablemente, la necesidad de alternativas para lograr mayorías. Y abandonar la lógica de trincheras para tentar convergencias con la oposición debería tener, como antecedente, gestos políticos de reconocimiento de la alteridad que proporcionen un clima básico, no suficiente pero sin duda necesario. La materialización de esta actitud sería que el gobierno convoque al FA a un diálogo orientado a su integración en los entes estatales, con real voluntad de alcanzar un acuerdo. En una negociación hipercompleja, que debería contemplar los requerimientos del FA y de los socios del presidente –pero sin debilitar en demasía al partido que encabeza la coalición-, la iniciativa bien podría acabar naufragando, incidiendo las disposiciones políticas de los actores. Pero excluir de antemano de las principales instituciones del Estado a un partido que fue votado por el 40 % de la ciudadanía, marcaría un desacuerdo en el terreno de las formas que limitaría al extremo la perspectiva de lograr acuerdos políticos sobre contenidos.
El próximo quinquenio será desafiante en materia de reformas a encarar, en un contexto político que demanda, por todo lo anotado, la búsqueda de soluciones de compromiso y ancha base, multiplicando los posibles interlocutores para la dura empresa. Hacerlo posible, aun dentro de las restricciones anotadas, supondrá para el presidente electo -una vez en funciones- no tropezar en esa primera valla.
[1] A fines de 2001, un entendimiento entre legisladores colorados, blancos, frenteamplistas y del entonces Nuevo Espacio Independiente sobre un proyecto de reforma de ANCAP en el sector combustibles, no pudo traducirse en acuerdo entre los partidos. Las desconfianzas que signaron el proceso y la oposición final del FA hallaron en aquella exclusión inicial de la administración –incluyendo la empresa que se buscaba asociar- un argumento que surcó el debate parlamentario.
[2] En agosto de 2012, el presidente Mujica fustigó a los representantes de la oposición en la administración por hacer campaña desde sus cargos, afirmando, ante consultas periodísticas, que estos no iban a renunciar para no caer en la desocupación; en respuesta, el sector Vamos Uruguay del Partido Colorado retiró a sus directores. La infeliz escaramuza exhibió, en dichos y actos de ambas partes, la proyección de una imagen peyorativa del hecho de ocupar cargos públicos.
[3] La gestión de ANCAP del período 2010-2015, con cuantiosas pérdidas e irregularidades que pasaron a la órbita judicial, se desarrolló, en buena medida, bajo un directorio del ente con representación opositora.
[4] Al video del General Manini difundido en plena veda electoral cabría agregar la postura pública del abogado constitucionalista y diputado electo Eduardo Lust, contraria al proyecto ferroviario ligado a la planta de UPM a instalarse en Pueblo Centenario –y a la planta misma-, la cual ha anunciado que se canalizará a través de referéndums locales en los que se encontraría trabajando.