El infierno está en nosotros*

Sé que sonará antipático, simplificador y hasta inoportuno para muchos: el único derecho que los presos no tienen es el derecho a la libertad. Sí son dueños, aunque hayan cometido crímenes, de su derecho a la vida, a la educación, a la salud, a la vivienda digna, a la recuperación de su existencia. Hace mucho tiempo que las cárceles uruguayas se alejaron de este criterio (¿tal vez nunca lo vivieron?) y como nos recuerda cada tanto el Comisionado Parlamentario Juan Miguel Petit, casi 7 de cada 10 personas privadas de libertad vuelven a cometer delitos. Es un círculo del infierno: en Uruguay recuperan su libertad 6.000 presos al año, y más de 4.000 de ellos vuelven al delito.

¿Quién habla de esto? ¿En qué presupuesto está la cobertura de las necesidades? ¿De qué plataforma política, social o partidaria forma parte este problema? ¿Sabe usted cuánto gana el director de una cárcel, o con qué equipo técnico cuenta para su tarea?

Los locos y los presos son el espejo rechazado de las sociedades. Cuando ellos son pobres, además, menos queremos mirarnos allí porque ese espejo nos devuelve una imagen aterradora de nosotros mismos. De nosotros, digo, salvo que pensemos que quienes cometen delitos no pertenecen al género humano, por más monstruoso que haya sido su comportamiento. Un tercio de nuestras cárceles (las poblaciones de Comcar, Libertad, Canelones), ambientan el delito y producen reincidencia.

Quiero llamar la atención sobre dos aspectos de esta cuestión que barremos bajo la alfombra, que no forma parte de reclamo alguno (salvo de Petit o antes de Álvaro Garcé) o de alguna prioridad de la Rendición de Cuentas. El primero es práctico, eficientista: la mayoría de los presos vuelve a delinquir y es probable que si las cárceles mejoraran radicalmente sería posible entonces abatir el número de delitos y mejorar la seguridad general y la convivencia hoy tan escarnecida.

El segundo aspecto es más profundo, antropológico diría: la cárcel viola los derechos humanos de quienes, por sus delitos, han violado los derechos humanos. Son pues un lugar para la venganza. ¿Cuál es la dosis de indignidad con la que estamos dispuestos a convivir? ¿Cuál es nuestra tolerancia para el trato “cruel, inhumano y degradante” que ejercemos y que describen con detalle algunos informes? Sospecho que la tolerancia, o mejor dicho la indiferencia y el olvido van creciendo con el temor, con la violencia que golpea, con el pánico de vecinos en alerta conectados por wasap, con un clamor estremecedor a favor de la muerte, ni siquiera de la pena de muerte.

Hemos creado dos mundos creyendo expulsar del nuestro al infierno. A favor de estas sospechas recuerdo que hubo estos días quien preguntó si había personas irrecuperables, para las que la redención no era posible. Y si la respuesta fuera que sí, ¿cómo seguimos?

Estamos en el Mundial de fútbol. Hace ocho años nuestra selección brillaba en Sudáfrica. Esos mismos días un incendio en la cárcel de Rocha mató a 12 presos para los que no hubo redención posible, ni memoria, ni protesta, 12 presos sin camino ni recompensa.

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Columna emitida en el espacio Tiene la palabra de En Perspectiva, viernes 22 de junio de 2018.

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