Cuando empecé mis estudios universitarios ni siquiera existía la carrera de Ciencia Política. Corría el año 1988 y para saciar mi naciente vocación por el análisis político, impulsada en gran medida por la reconquista de la democracia, no tuve más remedio que inscribirme en la Facultad de Derecho. Si no me equivoco, solo en la carrera homónima –y tal vez en la de Relaciones Internacionales- existía la posibilidad de cursar ciencia política como asignatura. Créase o no, para la gran mayoría, estudiar politología equivalía por aquellos días a dedicarse a la política. Recuerdo incontables y frustrantes diálogos que finalizaban casi siempre con la sentencia “ah, claro, vos querés ser político” y no había explicación alguna capaz de levantar lo que, supongo por descarte y no sin un dejo de incomodidad, se expresaba como la única posibilidad. Hasta mis padres, siempre generosos impulsores de mis gustos e inclinaciones, se preguntaban si había futuro en esas inusuales pasiones estudiantiles.
Por supuesto que en los medios académicos el conocimiento de la disciplina era mayor. Ya antes de la dictadura, existía gente que de alguna manera hacía ciencia política directamente o a través de otras disciplinas como la sociología, el derecho, la historia o la filosofía. Al mismo tiempo, en la transición democrática empezaban a afianzarse las empresas dedicadas al estudio de la opinión pública y, tímidamente, la prensa comenzaba a prestarles más atención. Sin embargo, la pregunta “¿qué es un politólogo?” –como antes lo fue “¿qué es un sociólogo?”- no dejaba de ser un interrogante algo exótico y bastante paradójico en un país en donde la política es lo más natural del mundo. Mientras tanto, se discutía incluso cómo llamar a los futuros licenciados. En lugar del barbarismo “politólogos”, algunos proponían el feo nombre de “politicólogos”, técnicamente el nombre correcto. Más allá de la cuestión técnica y del creciente y preocupante mal uso del lenguaje del que hace gala nuestro tiempo, hay que decir que en términos fonéticos, “politicólogos” se encuentra a un paso de politiquería y politicastro, palabras nada recomendables para quienes deseaban abrir un campo de estudios nuevo en el medio local.
Más de 35 años después, las cosas han cambiado considerablemente. No solo no existen politicólogos –en realidad nunca llegaron a existir-, sino que los politólogos se transformaron progresivamente en personajes notorios y habituales en los medios de comunicación, en las charlas de café y en las redes sociales. Podría decirse sin exagerar que la imagen pública del politólogo es en la actualidad similar a la de un economista, esto es, la de un técnico que, rozando la figura del gurú, divulga los conocimientos de una ciencia social avanzada, dotada de una capacidad predictiva y analítica presentada como importante. Hoy la respuesta a la pregunta cuasi ontológica sobre los politólogos se responde rápidamente, sin titubeos ni descartes improvisados: se trata de aquellos profesionales que comentan y predicen resultados y estrategias electorales virtuales y reales. En gran parte, los politólogos son para el público, “los que aparecen en las elecciones”. Claro que esta es solo parte de la historia, la más visible. Hoy los politólogos comentan semanalmente aspectos de la coyuntura local e internacional en espacios fijos de los medios de comunicación radial, televisiva al igual que en internet. Este papel es más difícil de clasificar pero parece alcanzar para completar una imagen del politólogo más permanente y sustantiva, transformándolo en un acompañante casi cotidiano del público.
Como el anonimato o el malentendido, la fama, no obstante, tiene sus precios. En 35 años, el politólogo pasó de ser considerado un aspirante a político a ser concebido como un técnico preocupado más por los indicadores y las generalidades que por los dilemas intrínsecos y fundamentales del autogobierno. Mientras tanto, la política como objeto fascinante y complejo de estudio sigue ausente en la imagen pública de los politólogos. Lo paradójico es que, tal vez como un eco de la original imagen confusa del politólogo, muchos de ellos son acusados –la mayor parte de las veces injustamente- de partidismo, sospecha por otra parte natural en torno a aquellos que plantean enfoques neutros y ascéticos en relación con los sinuosos y controversiales asuntos humanos. Es así, que, salvo alguna aislada excepción, las intervenciones públicas de los politólogos se convierten en instancias algo previsibles y rutinarias, con la excepción, claro está, cuando se trata de anunciar anticipadamente el ganador de una elección o aplicar categorías y conceptos pretendidamente probados por la investigación empírica, como si en política no hubiera lugar para lo impensado, para lo novedoso, para todo aquello que nos obliga a preguntarnos por el sentido profundo de nuestro destino común. El lugar común académico y periodístico presenta a la política en sus distintas acepciones como una zona de disputa por recursos de poder, una competencia entre estrategias en donde el más hábil lleva las de ganar. Los partidos son máquinas electorales y los políticos unidades de maximización de beneficios y minimización de costos. Las ideas pesan pero lo hacen de una forma pretendidamente inequívoca, esto es, sin muchos matices ni combinaciones heterodoxas, sin grandes aprendizajes, perplejidades ni concesiones recíprocas, ya sea en forma débil y formal –en tanto meras preferencias- como de manera fuerte e irreflexiva –las ideologías y algunas versiones de los discursos-. La izquierda defiende el estado, la derecha el mercado, la socialdemocracia un poco de cada cosa. Y se sabe, hoy somos todos un poco socialdemócratas. Se reconocen matices y excepciones pero terminan aplastados por las generalidades. La política y la democracia suelen ser definidas como un conjunto de reglas y procedimientos que regulan la competencia entre partidos o, instrumentalmente, como el aparato institucional a conquistar para aplicar el programa y las consabidas transformaciones. Mientras tanto, los aspectos más sustantivos –asuntos de moralidad política, de justicia distributiva, toda la dimensión de los principios políticos y su conexión con las reglas y los desempeños, la discusión acerca de los fines y no solo de los medios, etc.- son ubicados en el espacio privado de las subjetividades, intratables para la ciencia social. La gente, además, vota con el bolsillo.
Dicho esto, sería una necedad negar que en estos 35 años la ciencia política uruguaya logró un desarrollo atendible con algunas investigaciones muy interesantes y desmitificadoras que implicaron el necesario rescate de algunas de las virtudes de los libretos y logros prácticos históricos del sistema político uruguayo, al tiempo que se integró a los mapas académicos internacionales. Y para ser justos, hay que reconocer que los politólogos uruguayos registran en general –aunque cada vez menos- la influencia del legado político local traducido en una defensa procedimental del sistema democrático y de los partidos políticos. No obstante, algunos de los graves problemas de la política uruguaya –la frágil capacidad de reconstrucción de herencias y protagonismos, la floja discusión pública, la ausencia de enfoques sustantivos, la progresiva cesión de espacios a las lógicas mafiosas y corporativas, la irresponsabilidad económica, la debilidad o total inexistencia de las instancias de accountability, la discusión sustantiva sobre el régimen de gobierno, etc.- no encuentran lugar en el discurso politológico. Tal vez, en donde más se hace patente esta postura externa y prescindente con respecto a los asuntos señalados es en una especie de narcolepsia procedimental, una incapacidad o renuencia a dar cuenta de la gravedad de ciertos procesos mundiales y locales cada vez más sostenidos. Me refiero a la lenta y progresiva implosión que vive la actividad política en el mundo por detrás de la globalización de las democracias. En Latinoamérica de la mano de los gobiernos de izquierda, tan autoritarios como malogrados, algunos de ellos presentando una novedosa combinación de populismo con estalinismo, todos, en diferente grado, concentrando poder, subestimando la constitución, avanzando sobre la esfera privada, despreciando instancias de negociación con la oposición cuando no demonizándola, con manejos irresponsables de los fondos públicos, etc. Estados Unidos, por su lado, muestra un llamativo crecimiento de una figura nefasta como Trump mientras que en Europa se fortalecen los partidos de extrema derecha anti inmigración (desde los Le Pen hasta Hofer) y las variantes de la izquierda neoestalinista (Podemos). La política vive horas difíciles y la mayoría de los politólogos se muestran indiferentes. Para muchas cabezas academizadas puede parecer ingenuo lo que voy a decir, pero si los biólogos se preocupan por la capa de ozono y el calentamiento global; los antropólogos por las tribus primitivas y las particularidades culturales; los historiadores por el cuidado de los patrimonios y legados históricos, ¿acaso no debemos los politólogos, como quería Bernard Crick, defender la política como la mejor apuesta para vivir juntos y denunciar activamente los recurrentes intentos de socavarla, vengan de donde vengan? Al fin de cuentas, el análisis político no es otra cosa que una crítica de la política por parte de quienes no la practican directamente ni tienen responsabilidades específicas de gobierno, a no ser por su muchas veces olvidada pero fundamental condición de ciudadanos y todas las exigencias que ella conlleva. Además de los partidos, la ciudadanía, el periodismo político y la filosofía política, ¿qué otra disciplina o empresa sino la ciencia política está llamada a jugar ese trascendente papel?
La política no es una ciencia positiva, se parece mucho más a un arte o, en todo caso, es una ciencia en el sentido griego y aristotélico, una actividad viva de experimentación y descubrimiento entre iguales y en libertad de las mejores formas de compartir un destino común. Asumirlo, no significa para la ciencia política renunciar a encontrar patrones, generalidades, recurrencias, correlaciones y mecanismos. Si hay un aporte relevante de la ciencia política moderna es ese, el de estudiar a fondo, como quería Dahl, los sistemas políticos “realmente” existentes. Pero mientras destierre o subestime los aspectos sustantivos y cierre los ojos a las excepciones influyentes –la política misma es una de ellas si tenemos en cuenta los grandes tramos históricos- seguirá hablando de otra cosa.