Considero que son endebles los eslabones argumentales que conectan la propuesta de eliminar las exoneraciones fiscales a las empresas que realizan aportes a las universidades privadas con un ataque a la libertad de enseñanza. Entre otras cosas, tales argumentos dejan a los autores de esa iniciativa amplios márgenes de maniobra para dejarla a salvo de dichas imputaciones. Entiendo que es posible adoptar una estrategia argumental más rendidora. A los efectos de elaborar esa argumentación alternativa he tratado, por lo pronto, de ajustarme a los siguientes criterios: en primer lugar, procuro atenerme y enfrentarme a la mejor versión posible de la argumentación esgrimible para eliminar las exoneraciones; en segundo lugar, trato de ubicarme en el marco de fundamentaciones que dieron lugar a las disposiciones tributarias que autorizan esas mismas exoneraciones.
Con respecto a la acusación de que la iniciativa en cuestión adolece de sesgos perversos por responder exclusivamente a “razones políticas e ideológicas”, creo que se trata de un recurso argumental fácil de rebatir, sobre todo si se pretende asociar tales razones con supuestas intenciones de impulsar el progresivo desmantelamiento de las universidades privadas o, al menos, de reducir significativamente su capacidad de reclutar estudiantes en los sectores no aventajados. Y es que, en efecto, un argumento basado en la atribución de intenciones a quienes no las asumen explícitamente, tiene flancos extremadamente vulnerables: no sólo es incapaz de ofrecer demostraciones confiables, sino que choca frontalmente contra nuestras aspiraciones y exigencias irrenunciables de convivir en una comunidad en la que cada uno reconoce y es reconocido por los demás como agente moral que actúa de buena fe en la búsqueda de lo verdadero y lo justo, que persigue objetivos públicamente defendibles y cuyas motivaciones íntimas son recíprocamente inescrutables.
En ese mismo sentido, reconocer que la eliminación de las exoneraciones impositivas no tendría un impacto significativo sobre los recursos disponibles para los institutos de enseñanza pública, ni sobre la calidad de la educación, ni sobre los aprendizajes de la población eventualmente afectada por esa desviación de los recursos, no nos autoriza a atribuir resentimientos u hostilidades inconfesables a quienes defienden esa eliminación por razones que ellos mismos denominan “políticas e ideológicas”. Por el contrario, nuestra condición de miembros responsables de una comunidad de reconocimientos recíprocos nos convoca a agotar todos los esfuerzos para interpretar en su mejor versión posible –en forma “caritativa”, en el sentido con que Donald Davidson utiliza este término- la índole y la pertinencia potencial de las razones alegadas. Y en este caso, la interpretación caritativa las asimilaría a razones basadas en principios de justicia o deontológicos, por oposición a razones consecuencialistas o basadas en los resultados esperados. Por lo tanto, no corresponde apresurarse a descalificar a quienes insistan en que sus fundamentos para eliminar las exoneraciones se basan en cuestiones de principios y no de resultados.
¿Cuál es el terreno apropiado para debatir la pertinencia o no de las exoneraciones impositivas? A mí me parece que conviene remontarse a los fundamentos que presidieron la iniciativa y al tipo específico de autorización que el régimen de exoneraciones instaura. Yendo al plano estrictamente conceptual, corresponde señalar que la cuestión es la de qué instancias están autorizadas a disponer legítimamente de los recursos recaudados por autoridades públicas. Y aquí el marco es nada menos que la Carta Magna o, al menos, aquellos principios que solemos asociar –quizás sin mucho fundamento histórico- a las reivindicaciones que dieron lugar a ese estatuto. En efecto, lo que hace el régimen de exoneraciones impositivas es, en el fondo, autorizar a ciertos contribuyentes a incidir en la asignación de los recursos que han sido recaudados mediante disposiciones autorizadas por el parlamento, como instancia que representa al conjunto de los ciudadanos y potenciales contribuyentes. La autorización del parlamento para recaudar es lo que reivindicaron los propulsores de la Carta Magna. Sin ella, obligar a un ciudadano a contribuir mediante el uso de la coerción constituye un despojo, un robo a mano armada. Es la venia parlamentaria la que autoriza el uso monopólico de la coerción –para fines establecidos de antemano por disposiciones legislativas- y la que habilita a la instancia recaudadora a extraer recursos de los contribuyentes. Como contrapartida, la tradición ciudadana derivada de esas reivindicaciones fue un poco más allá e impuso la venia parlamentaria para gastar esos recursos. En principio, pues, en una comunidad democrática, la asignación de los recursos fiscales sólo puede ser justificada si está sometida al control de una instancia en la que los ciudadanos están representados, de modo que éstos pueden incidir en cómo y en qué se gastan dichos recursos, así como exigir rendiciones de cuentas acerca de cada una de las ejecuciones de gastos.
El régimen de exoneraciones impositivas se aplica en muchas sociedades gobernadas con instituciones democráticas. En principio, se trata de una desviación con respecto a los principios asociados a la tradición iniciada o inspirada en la Carta Magna, ya que autoriza a cierto grupo de contribuyentes a incidir en la determinación del destino de una parte de los recursos fiscales que están obligados a volcar. Precisamente, como se trata de una desviación –en todo caso parcial, por cuanto esa autorización está topeada, pudiendo aplicarse a una porción muy limitada de sus contribuciones fiscales- con respecto a un principio básico de las comunidades democráticas, es preciso argumentar positivamente para justificarla. Si lo anterior es correcto, no es posible recurrir a una estrategia argumental negativa, por ejemplo, acusando a la propuesta de eliminar tal régimen de exoneraciones como un ataque a la libertad de enseñanza y a la autonomía de las universidades. Y tampoco corresponde acusar a la propuesta de estatista y de monopolizadora. Los defensores de la propuesta pueden defenderse señalando que:
-i) en todas las democracias consolidadas y maduras hay servicios de enseñanza públicos y privados;
-ii) los institutos públicos que aseguran servicios de enseñanza en tales sociedades no están controlados por instancias estatales centrales como ocurre en el caso de Cuba y, en el caso de nuestro país, están administrados o bien por consejos directivos descentralizados nombrados con venia parlamentaria, o bien, como es el caso de la Universidad, por autoridades designadas en instancias colectivas por los distintos órdenes –docentes, estudiantes y egresados- que componen el demos universitario;
-iii) la primera diferencia entre los dos tipos de instituciones de enseñanza no reside en que unas sean privadas y otras estatales, si no en que las segundas son públicas y están gobernadas por instancias sometidas al control de los ciudadanos y sobre las cuales los ciudadanos pueden incidir de diversas maneras;
-iv) una segunda diferencia es que la enseñanza pública es accesible en forma gratuita y, por lo tanto depende necesariamente de los recursos fiscales recaudados y asignados mediante uso de autorizaciones parlamentarias, mientras que la privada depende, entre otras fuentes de financiamiento, de las contribuciones de los estudiantes o de sus familiares.
A primera vista, pues, el mismo principio que garantiza a cualquier ciudadano de una comunidad democrática que no estará obligado a contribuir a financiar determinadas asociaciones y cultos religiosos particulares, parece respaldar el criterio de que los recursos recaudados por las autoridades públicas sólo pueden ser volcados a aquellos servicios gobernados y controlados por instancias sobre las cuales todos los ciudadanos pueden incidir.
El régimen de exoneraciones impositivas permite que el contribuyente incida en la determinación del destino de los recursos que debe volcar a las agencias recaudadoras. No tiene opción de contribuir o no contribuir, pero es convocado a elegir entre distintos destinos de sus recursos, los que son seleccionados previamente por las autoridades democráticamente investidas como aptas para recibirlos. En el caso de nuestro país, se abre un registro para que las organizaciones privadas, operen o no en el rubro de la enseñanza, presenten sus programas como candidatos a beneficiarse como destinatarios de los recursos resultantes de la aplicación del régimen de exoneraciones impositivas.
En el caso de las universidades privadas, las distintas opciones de formación profesional son aprobadas y evaluadas por instancias públicas, además de lo cual dichas instituciones presentan sus programas de becas y de investigación como aspirantes a recibir fondos de contribuyentes que se acogen al régimen de exoneraciones impositivas. A partir de esa aprobación, las universidades privadas “salen a la cancha”, es decir, tratan de reclutar contribuyentes interesados en que sus fondos se destinen –en parte, al menos- a financiar tales programas de investigación y de becas. Y en esa salida, compiten con la universidad pública y con otras agencias estatales como posibles destinatarios de dichos recursos.
Y aquí viene la parte más interesante y a mi juicio decisiva de la argumentación positiva. Esa salida a la cancha y esa competencia opera como un sistema muy rendidor de incentivos para que se esmeren y brinden su mejor contribución tanto los contribuyentes como los beneficiarios. Los contribuyentes son convocados y estimulados a involucrarse e incidir en la formación profesional y en la evaluación de los distintos programas, algo que es moneda corriente en USA y en Alemania, pero no aquí. Las universidades y las agencias estatales son estimuladas a esforzarse para convencer a los contribuyentes de la calidad y los rendimientos de sus actividades y de sus programas de investigación y formación profesional.
La argumentación “positiva” que acabamos de desarrollar, no sólo es más rendidora que aquellas que insisten en atribuir connotaciones monopólicas y liberticidas a la iniciativa, sino que además coincide en grandes líneas con las ideas que inspiraron el régimen vigente de exoneraciones a partir de las reformas tributarias impulsadas por el Frente Amplio y sancionadas durante su primer período de gobierno (2005-2010). Y en este punto corresponde introducir algunas precisiones muy esclarecedoras acerca de la elaboración de la iniciativa en cuestión –me refiero a la eliminación de las universidades privadas del listado de instituciones beneficiarias del régimen de exoneraciones impositivas- y de su procesamiento en el seno de la bancada legislativa del Frente Amplio. La fracción parlamentaria que propuso la iniciativa, presentó la misma como una modificación de “los artículos 78 y 79 del Texto Ordenado de 1996”. Se trata de una formulación falaz y engañosa, en la medida en que pretende figurar como una medida correctiva de disposiciones legislativas sancionadas cuando el Frente Amplio no disponía de las mayorías parlamentarias que tuvo a partir del año 2005. De esa manera se oculta que el régimen que se pretende modificar fue retomado y reglamentado muy cuidadosamente en ocasión de la reforma tributaria elaborada y votada por el Frente Amplio en el año 2007. En términos más específicos, el articulado de las disposiciones referidas a este punto fue fruto de un acuerdo interno dentro de la bancada del Frente Amplio, en el que participaron los senadores Rafael Michelini y Lucía Topolansky. La argumentación que hemos desarrollado se basa en declaraciones formuladas por el propio senador Michelini.
Más allá de su superior consistencia argumental, la estrategia alternativa que hemos esbozado ofrece algunas ventajas notorias desde el punto de vista pragmático en la medida en que contribuye a cultivar las mejores disposiciones de los partidos políticos uruguayos en tanto miembros de una comunidad democrática comprometida con la búsqueda compartida de la verdad. (En este punto, me limito a retomar una sugerencia muy acertada de José Rilla, recogida en una conversación informal). En cambio, la atribución de propósitos liberticidas a la iniciativa de eliminar las exoneraciones impositivas termina respaldando inadvertidamente a aquella maniobra de tergiversación por medio de la cual algunas fracciones del Frente Amplio pretenden arrastrar forzadamente a las restantes a una confrontación tan exacerbada como artificiosa con los partidos de la oposición. En efecto, como acabamos de señalar fueron los legisladores del Frente Amplio en su conjunto los que en el año 2007 acordaron incluir dentro de una reforma tributaria muy ambiciosa y sistemática aquellas disposiciones que reglamentan con precisión los procedimientos y controles a los que deben someterse las universidades privadas para poder beneficiarse como destinatarias del régimen de exoneraciones. Dichas disposiciones contaban con el respaldo de los partidos de la oposición, por lo que, originariamente al menos, no había discrepancia entre las posiciones sostenidas por el Frente Amplio y las aceptadas por el resto de los partidos. Las fracciones parlamentarias del Frente que impulsaron la exclusión de las universidades privadas y que forzaron a las restantes fracciones, contrariando sus convicciones, a votar dicha exclusión, intentaron demoler la base de acuerdos y colaboraciones interpartidarias que antes se habían establecido en ese punto de la agenda. Para enfrentar esa iniciativa los partidos de la oposición disponían de dos estrategias. En un extremo, podían caer en la trampa tendida por las fracciones confrontativas y hacerles el juego, reforzando así la brecha entre las bancadas del Frente Amplio y las de la oposición. En el extremo opuesto, podrían haber intentado dejar en evidencia la jugada tramposa y tornarla más onerosa para los que la perpetraban: bastaba con resistirse al desafío confrontativo y, en cambio, aferrarse y reforzar la base originaria de acuerdos interpartidarios.
* Columna publicada en el semanario Voces, N° 535, jueves 22 de setiembre de 2016.
El análisis de Carlos Pareja sobre las exoneraciones a empresas que donen a universidades privadas es un aporte muy valioso, porque refina muchísimo el debate suscitado en torno a esa cuestión. Mantengo con él dos discrepancias, muy vinculadas entre sí, además.
a) Nunca me convenció la crítica del consecuencialismo, porque en teoría moral me siento situado en las corrientes aristotélicas según las entiendo, bien o mal. Comparto la existencia de principios éticos y morales, pero entiendo que esos principios son elaborados en la experiencia, reflexionando sobre la acción consciente y sobre el mundo y la sociedad. Es decir, sobre acción intencional, no en el sentido de voluntaria -que también lo es-, sino en el sentido de necesariamente dirigida, proyectada a un objeto o finalidad, o sea, a encadenamientos de conductas con consecuencias. No conozco principios, máximas o apotegmas morales que no refieran a cambios en la sociedad o en el mundo provocados por la acción consciente. Los principios éticos incorporan siempre consecuencias o derivaciones, aunque lo hacen a un alto nivel de abstracción y vinculan, por consiguiente, conductas típicas con consecuencias también típicas.
¿Puede una consecuencia atípica cambiar el juicio moral sobre una o unas conductas? Ética de la convicción, ética de la responsabilidad, diría Max Weber, escindiendo el juicio moral. Me inclino a responder de otra manera: una consecuencia atípica puede cambiar el juicio moral sobre una conducta si cuestiona el principio en que se apoya ese juicio, si obliga a cambiar en éste la conexión de un tipo de comportamientos con un tipo de consecuencias o derivaciones.
No creo en la validez de la distinción entre principismo y consecuencialismo. No es posible dejar de considerar las consecuencias de las conductas morales legitimadas por normas o máximas.
b) El examen de una cuestión sociopolítica en el plano en que lo sitúa Carlos, con el método de polemizar con la mejor versión de todos los implicados, me parece ineludible y estaba faltando en el caso que nos ocupa, hasta que él lo introdujo. Ese nivel de examen deber ser, además, inicial y condicionante de los demás niveles. Pero no debe excluir a los mismos. De allí que el texto de Carlos me parezca óptimo pero incompleto. Creo que debería dejar sentada la legitimidad y oportunidad del examen político y social de la eliminación de los estímulos tributarios a las donaciones a las universidades privadas. Si no admitimos esa pluralidad de enfoques como insoslayable, estamos quitando todo el espacio a la política y a las razones sociales e históricas. Vale el momento de interpretar del mejor modo, tanto como vale el momento de desconfiar y atribuir intenciones (con alguna verosimilitud o probabilidad). Entiendo, por tanto, que cabe reprochar a los Rectores de instituciones privadas no haber argumentado en el plano en que Carlos lo ha hecho, pero no cabe reprocharles que hayan calificado la iniciativa como el primer paso de un ataque a la libertad de enseñar y educar.