Estamos en Uruguay entre primera y segunda vuelta de la elección presidencial. No lo he olvidado y, como ciudadano, participo en esta coyuntura con alto interés y fuerte compromiso emocional. Argentina, nuestro hermano si los hay en sociedad y política, navega aguas peligrosísimas, en lo económico, lo social y lo democrático. Brasil, nuestro vecino íntimo, emite ondas de extremismo e irresponsabilidad gubernamental y opositora. Chile se agita. Putin y la oligarquía rusa operan insidiosamente. Trump simplifica los problemas de su país y muestra ignorancia institucional. China se introduce en Latinoamérica movida por un hegemonismo nada tranquilizador.
Nuestra República Oriental rectifica rumbos políticos y el barrio al que pertenece duele, inquieta y exige razón crítica y, principalmente, autocrítica. Así y todo, me asombra en qué medida nuestros comunicadores, nuestros académicos y nuestras élites omiten dar cuenta, analizar y juzgar (en el sentido de establecer juicios, incluso de valor) determinados acontecimientos y procesos que, según creo, definen y califican la actualidad, lo contemporáneo, el “ahora”. En rigor, tiempo y espacio no faltan; podemos examinar en detalle los resultados de las elecciones de octubre y las perspectivas y repercusiones de la segunda vuelta de noviembre sin desatender hechos y decisiones que influirán el futuro de los uruguayos, en el corto y el mediano plazo. Porque el mundo se ha unificado, política y económicamente. Se mantienen las diferenciaciones civilizatorias y culturales, sin dudas, pero como nunca interpenetradas, recíprocamente condicionadas y cuestionadas. Todo es uno o, alternativamente, próximo de cabal proximidad.
Mirando pues nuestras cercanías, quisiera apuntar a dos procesos que creo muy trascendentes, el de Hong Kong y el Brexit. Los límites de una columna no permiten ningún análisis profundo pero sí trazar los elocuentes perfiles de cada uno de ellos.
El más importante es el de Hong Kong, no porque esa Ciudad-Estado sea más gravitante que el Reino Unido sino porque en aquella el objeto de la lucha es la libertad. Desde hace muchas semanas, en las calles de Hong Kong multitudes de ciudadanos, en su mayoría jóvenes, enfrentan a la policía de las autoridades locales, que son a su vez agentes del régimen de Beijing. Las concentraciones expresan en todos los tonos la demanda de libertad, de respeto de los Derechos Humanos. Son chinos y no rechazarían la reunificación con la República Popular si esta cumpliera los compromisos que contrajo cuando Hong Kong pasó de la órbita británica a la de China. Compromisos que salvaguardarían sus derechos individuales y su economía de mercado.
El Partido Comunista avanza gradualmente, desde hace años, sobre esos bienes, vale decir, viola de a poco los compromisos que asumió hipócritamente. Cierra el cerco, aprieta la soga. Ante esta actitud, desde un principio sospechada y últimamente comprobada, las conciencias libres de la Ciudad se han rebelado, porque Beijing atravesó ya las líneas rojas prudentemente fijadas, ni ilegítimas ni arbitrarias.
La represión oficialista es fría y cruel. No se apresura, pero no deja margen alguno a la esperanza. China, gobernada por un Partido Comunista que se aleja de Deng Xiaoping, no quiere tolerar diversidades internas, menos en el terreno constitucional. No habrá, en cuanto de ellos dependa, islotes democráticos en el ancho mar de un totalitarismo, por más que busque este compatibilizarse con la propiedad privada y el mercado.
Los países, partidos y ciudadanos democráticos del mundo han dejado solos, o casi solos, a los manifestantes de Hong Kong. Se libra allí una de las más significativas batallas por la libertad. Si deben continuar en soledad su lucha, en cualquier momento la suerte de ellos se confundirá con la de los que, años atrás, poblaban la plaza de Tien An Men.
El segundo proceso capital es el Brexit. Consta de numerosas facetas, cada una de ellas dinámica y portadora de múltiples datos e implicaciones. La manida etiqueta designa un cambio institucional de los varios que registran los últimos veinte o treinta años del Reino (primera experiencia de democracia directa en la patria del gobierno parlamentario), una maniobra demagógica frustrada (por parte de Cameron), una abstención imprudente y fatal de los partidarios de la permanencia en la Unión Europea, una división generacional y una división regional que pone en riesgo la propia unidad británica, el resurgir de mitos soberanistas nutridos de orgullos carentes desde hace décadas de realismo…
También representa el Brexit una prueba de la consistencia de la Unión Europea y del proyecto que la anima. Como lo que se previó un trámite breve cuenta ya en años su duración, los efectos económicos que provoca se han anticipado a las definiciones medulares y se acumulan con creciente elocuencia. Todos los cálculos de esos impactos arrojan sombríos pronósticos y el Brexit ha tomado el aspecto de un sendero al empobrecimiento, no radical pero asimismo indeseable. Quienes esperaban que la separación de Londres de las reglas unitarias redundaría en un desfile de aspirantes a establecer acuerdos de libre comercio con una Albión de nuevo soberana, saben ya que dicho cortejo es esmirriado hasta lo cómico, que no figura en él ningún representante de Washington y que sólo se levanta de él un murmullo claudicante de economistas dogmáticos y de nostálgicos de un Imperio difunto.
No sé cómo terminará el polifacético Brexit. Creo que nadie lo sabe, ni siquiera en Downing Street o Westminster. Nadie sabe en esos dos puntos neurálgicos, tampoco, cómo detenerlo, cómo salir del Brexit. Cabe, entretanto, seguirlo con excepcional interés, porque nos ilustra acerca de la fase probablemente última de los Estados Naciones, de los requisitos y potencialidades de las verdaderas integraciones supranacionales, de la ciudadanía que producen esas integraciones. También, acerca de los desafíos regionalistas, hacia dentro de aquellos Estados, y de los vínculos de estos desafíos con aquellas integraciones.