La política sitiada

La convulsa situación política que atraviesa Chile suma un capítulo más a las crisis que vive actualmente la región, las que denotan, en última instancia, la endeblez de las instituciones políticas en América Latina. Sin embargo, la ocurrencia de estos hechos en un país que históricamente ha ocupado el podio regional en términos de solidez democrática, obliga a una reflexión de mayor alcance. La discusión pública sobre la peripecia chilena ha vuelto a encontrar en redes como Twitter, el canal propicio para el atrincheramiento en posiciones tan irreconciliables como esquemáticas, caracterizadas por los ojos selectivos para valorar circunstancias institucionales complejas en distintos países, blandiendo casos cual si fuesen espadas. Se trata de una exasperante lógica de debate, por el sectarismo y la nula vocación de aproximación conjunta a la realidad. Lo opuesto a la deliberación que debería expresar la mejor cara de la democracia.

Abstráigase el lector, por un instante, de lo que pueda haber en el caso chileno de genuino descontento social traducido en movilización, y de acciones violentas organizadas que se valen del contexto para alcanzar otros fines políticos. Uno ha visto cien veces la coincidencia en tiempo y espacio de la protesta social espontánea con la acción premeditada que se orienta a extremar la tensión y el caos. Un análisis ponderado debería evitar la falsa oposición entre ambas dimensiones. Lo que merece reflexión es cómo un país que había exhibido estabilidad democrática y un buen desempeño económico durante los últimos 29 años, pudo llegar a estos niveles de violencia, incluyendo la respuesta represiva del gobierno. En un marco de alternancia entre izquierdas y derechas con continuidad en las grandes líneas de política económica, la desigualdad social persiste. “La democracia a menudo decepciona” afirmaban Shapiro y Hacker-Cordón[1], refiriéndose a los grandes propósitos que en ella se depositan.

Asistimos desde hace tiempo a un problema de las sociedades, a escala mundial, con la política, con las instituciones. Los lazos que unen a los ciudadanos con sus representantes políticos exhiben signos de debilitamiento. Cuando los descontentos con la política se expanden a nivel planetario, trascendiendo casos endémicos de precariedad institucional, las señales de advertencia obligan, pensando desde el Uruguay, a superar la autocomplacencia y cuestionar hasta qué punto estamos inmunizados contra fenómenos de esta naturaleza. Los informes del Latinobarómetro han ido reflejando cómo, más allá de nuestra situación de incambiada ventaja relativa en el plano regional, el desencanto y la indiferencia en relación al sistema democrático –entendido como la forma de gobierno incondicionalmente preferible- avanzan en nuestra sociedad.

La campaña electoral en curso constituiría, de por sí, una circunstancia propicia para reflexionar al respecto. Algunos rasgos del actual escenario refuerzan esta impresión. La fragmentación en la oferta electoral ha determinado, para la próxima legislatura, un Parlamento con más partidos. La pluralidad de expresiones y sensibilidades políticas canalizadas a través del sistema partidario –incluida la emergencia de nuevos actores- no debería verse como negativa; no obstante, el auge de opciones nuevas puede ser indicativo de un desgaste a no perder de vista en aquellas con mayor recorrido.

Luce más inquietante la acumulación, a lo largo del ciclo electoral, de convocatorias que se perfilan, de forma más explícita o simbólica, por contraste con las tradiciones partidarias y, más genéricamente, con la dirigencia política. El telón de fondo de las propuestas demagógicas, la orfandad de ideas y las tramoyas de campaña de Juan Sartori fue un posicionamiento que, aun valiéndose de los laxos requisitos de entrada de un partido establecido, apeló a la contraposición con “los políticos” en su discurso, con un nada desdeñable resultado electoral. La irrupción de Cabildo Abierto en el escenario exhibe, actualmente, a un actor con futura representación en ambas cámaras y un potencial poder de negociación en la formación de acuerdos interpartidarios para gobernar y legislar. Guido Manini llega a esta instancia montado en sus fricciones con el gobierno desde el cargo de Comandante en Jefe del Ejército, con la invocación al artiguismo ocupando un lugar central en su retórica y en su etiqueta partidaria.[2] Es este un signo característico de los movimientos que pretenden romper con las tradiciones políticas uruguayas. En el marco de propuestas programáticas para el Poder Legislativo, se plantea una reducción en la cantidad de legisladores –pasando el Senado y la Cámara de Representantes a tener dos tercios de los escaños actuales- y una serie de medidas de austeridad y transparencia, incluida una rendición de cuentas anual del trabajo realizado, la que comprende la asistencia a sesiones y los viajes al exterior; no hay lugar allí –y tal vez no tendría por qué haberlo- para las acciones de control de la administración que también hablan del desempeño parlamentario. Finalmente, Edgardo Novick anunció para el próximo período un planteo de “ajuste político”[3] que comprendería la reducción a la mitad de la cantidad de legisladores, con una rebaja de sus salarios del 30 %, como mínimo. Dentro de un conjunto de propuestas que también refieren a los cargos de confianza, los ediles departamentales y un ambicioso cambio en la subdivisión del país, quien fuera el presidenciable del Partido de la Gente llegó a anunciar la donación de todo su sueldo –de Presidente o Senador- a causas sociales. Estas ideas se enmarcaban en una plataforma que resumía la cuestión pública a “trabajar duro, administrar bien y ser honesto”.

El mensaje subyacente en estos ejemplos podría expresarse en términos prosaicos: los políticos conforman una casta o clase privilegiada que vive a expensas de los contribuyentes; trabajan poco, ganan mucho y no son de fiar.

Los estrechos vínculos de estos preconceptos generalizados –muy presentes en la sociedad- con la pendiente que nos condujo de la democracia al autoritarismo, alcanzarían como fundamento para llamar la atención. El signo más inquietante es el desmarque ciudadano con respecto a sus mandatarios políticos, cual si estos constituyeran una especie distinta y no integrantes de la misma comunidad, al tiempo que reflejo de la misma. Acaso como parte de esa particular relación uruguaya con la política y el Estado, nos sentimos eximidos de responsabilidades y ajenos al problema.

Los discursos de actores desafiantes como los reseñados deberían llamar a preocupación, máxime cuando captan cierta audiencia ciudadana que se traduce en adhesiones. No deberían perderse de vista, empero, expresiones de otros actores –adaptados al ecosistema político- que parecerían querer mover resortes similares y que han sido parte de la actual campaña, como el anuncio del fin de los “directorios políticos” en las empresas públicas, cuando no hay que olvidar que, más allá de la deseable profesionalización de la administración pública, dichos directorios son ámbitos de decisión política, aunque no debieran ser catapultas para carreras políticas personales; o la pretensión de desacreditar a un candidato por no contar con más antecedentes laborales que su trayectoria en el Parlamento, en un guiño a la idea de que dedicarse a la política no es un trabajo.

Independientemente de evitar estos deslices que emergen en el fragor de la contienda electoral, los partidos políticos uruguayos tienen desafíos de entidad que afrontar, cuya importancia es intrínseca pero también tiene que ver con la preservación de una democracia vigorosa. Al publicarse estas líneas, ha sido ungido un Parlamento sin mayorías, en el que deberán tramitarse respuestas a desafíos estructurales como la seguridad social, la educación, el empleo, la situación fiscal, entre otros. Será necesario algún nivel de acuerdos interpartidarios, sin perder de vista que entrarán en juego discrepancias sustantivas que existen y es sano que así sea. En otros temas más vinculados con el marco democrático, la experiencia gubernativa de los tres partidos históricos debería ser suficiente para ambientar razonables convergencias: ni las empresas públicas ni otras dependencias estatales cuyos jerarcas tienen vedada la política partidaria, pueden ser una plataforma de lanzamiento electoral; los organismos de contralor –Tribunal de Cuentas y Corte Electoral- deben tener otro peso institucional para hacer valer sus dictámenes, inocuos tal como están las cosas; el financiamiento de los partidos debe ser objeto de una fórmula convenida que evite opacidades y asimetrías ajenas a criterios democráticos. Si nada de esto sucede, la madurez relativa de nuestras instituciones políticas –en la comparación internacional- deberá ser objeto de sana y severa reflexión.

[1] Shapiro, Ian y Casiano Hacker-Cordón (1999): “Promises and disappointments: reconsidering democracy´s value”, en Ian Shapiro y Casiano Hacker-Cordón, Democracy´s value, Cambridge, Cambridge University Press.

[2] Para el caso de Cabildo Abierto, entiéndase la denominación “partido” como un formalismo electoral, más que una definición politológica estricta.

[3] La expresión entrecomillada es del autor, recordando una propuesta del expresidente Lacalle en tiempos de la crisis económica 2002-2003, que también comprendía una reducción en el número de legisladores.

 

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