Pinta tu aldea y pintarás el mundo- “Los tres debates presidenciales fueron aclamados por algunos periodistas como insólitamente reveladores, pero no lo fueron. Como es habitual, las reglas de los debates sofocaron las argumentaciones extensas sobre cualquier asunto, y los periodistas que cubrían los debates escribieron y hablaron casi por completo no sobre argumentos, sino sobre la conducta y el lenguaje corporal de los candidatos.” A pesar de que representan casi a la perfección lo que se vio en cadena nacional el pasado 3 de octubre, las líneas con las que se abre esta nota no fueron escritas pensando en el último debate presidencial uruguayo. Aunque usted no lo crea, fueron escritas hace más de 10 años y forman parte de la introducción a “La Democracia posible”, el excelente libro de Ronald Dworkin del año 2006. Como el lector imaginará, el fragmento alude a los debates presidenciales estadounidenses entre Bush y Kerry, parte de un texto que explora lo que podríamos denominar, para utilizar un lenguaje de moda, la grieta americana o, para ser más exactos, la decadencia y empobrecimiento de los recursos conceptuales y argumentativos de la política del país del norte.
Talón de Aquiles- Confieso, no sin un dejo de culpa ciudadana, que dudé mucho si ver o no el debate entre Martínez y Lacalle Pou. De lo que conozco, salvo contadas y fundacionales excepciones como las discusiones parlamentarias previas a la reforma constitucional del 16, las discusiones políticas uruguayas en general nunca fueron lo mejor de nuestra actividad política. En los últimos tiempos, además, la lógica resultadista/barrabravista y su catálogo de nefastas metáforas guerreras, esas que tristemente vemos predominar en forma impune en el ámbito del periodismo deportivo, se ha trasladado al ámbito político, uno de los espacios que, históricamente y luego de mucha sangre sudor y lágrimas, estuvo razonablemente protegido de esas retóricas maniqueas. Hoy, por ejemplo, es moneda corriente escuchar y leer en nuestra prensa cotidiana que un político “cruzó” a otro político, cuando lo que hizo fue manifestar un desacuerdo. A su vez, las redes sociales, con su ambigua combinación de anonimato y libertad, mientras permiten un espacio para la disidencia y el desafío a las historias oficiales han dado lugar últimamente a la generación de ejércitos de trolls y bots capaces de generar verdaderas persecuciones cotidianas, instalar la lógica del escrache y el carpetazo y difundir una amplia gama de falsedades que harían las delicias de Goebbels.
30 años no es nada- Hace más de 30 años, Martín Peixoto señalaba en un artículo en Cuadernos del Claeh las preocupantes tendencias antipolíticas que mostraba el debate público a pocos años de la recuperación de la democracia. El aporte de Peixoto señalaba la tendencia de nuestros políticos a buscar claves o fórmulas para la solución de asuntos en ámbitos pre-políticos, apelando a una supuesta voluntad general rousseauniana y a una racionalidad técnica pretendidamente neutra. Como contracara de esa tentación, el autor nos precavía de los peligros de entender a la política como un mero instrumento, una tecnología al servicio de la sociedad. A grandes rasgos, justamente la idea que llevada al extremo –si la política es solo un instrumento puede haber otros- inspiró a los militares para dar el último golpe de Estado, ese que hace más de 30 años tratábamos de dejar atrás.
Lo que llama poderosamente la atención es que la actualidad no se diferencia mucho de esos intercambios. Han variado un poco los asuntos, pero casi nada el enfoque y las premisas. La idea de que la solución a todas nuestras desventuras se encuentra fuera de la política sigue vigente. Ahora, luego de la crisis de las grandes ideologías y metarelatos, la educación vuelve a aparecer como la nueva fórmula del despegue económico, cultural y político del país. Así lo declaró Talvi luego de las internas –la reforma de la educación es el único asunto de la agenda que no aceptaría postergar-, una opinión que desde hace tiempo cuenta con el acuerdo de prácticamente todo el espectro político, los técnicos de Eduy21 y los periodistas. Se trata de una de esas curiosas unanimidades que obtienen su poder de la falsa obviedad con que se presentan y se pregonan. Talvi llevó más allá la idea y propuso que la educación y las empresas públicas sean manejadas por “los más capaces”, refiriéndose a los elencos técnicos de los partidos, como si el conocimiento y la capacidad estuvieran localizados, la inteligencia individual bastara y la política no fuera apta para generar aprendizajes abiertos o integrar los aportes técnicos sin someterse a ellos. Claro que del otro lado aparece, como el reverso de la moneda vareliana, cierto anti intelectualismo representado por la figura de Mujica quien, relativismo mediante (“como te digo una cosa te digo la otra”), reclamaba al mismo tiempo en el Parlamento “educación, educación, educación”.
Reglas y floreros- “Las reglas sofocaron las argumentaciones extensas” decía Dworkin del debate presidencial estadounidense. Veamos. En el caso del último debate presidencial uruguayo, las reglas acordadas entre los mal llamados “comandos” de cada candidato (nuevamente la utilización de infelices metáforas guerreras) y el establishment periodístico le otorgaban 4 minutos a cada candidato para exponer sus ideas fundamentales acerca de cada asunto. Increíblemente, 6 minutos menos que, por ejemplo, el tiempo destinado a las exposiciones en los congresos de ciencia política, lo cual ya de por sí poquísimo. Luego, el pacto habilitaba entre 1 minuto y medio y un minuto para sucesivas réplicas y contraréplicas. Si, el lector leyó bien. 4 minutos, minuto y medio y minuto. Todo muy indicativo de la importancia que se le concede al discurso político en el Uruguay, al menos fuera del Parlamento, única instancia en donde las reglas que regulan las exposiciones e interrupciones no parecen diseñadas por el enemigo.
No obstante, es probable que aun con mejores y más generosas reglas, nuestros principales líderes partidarios tampoco hubieran realizado argumentaciones extensas en el mejor sentido de la palabra. De hecho, sobre el aspecto fundamental de un tema central de la agenda actual como la seguridad -¿fortalecemos las comisarías o perfeccionamos el modelo centralizado?-, se habló poco y nada, cuando ambos candidatos podrían haber optado por utilizar la mayor parte de sus 4 minutos para explayarse sobre el aspecto esencial. Por otro lado, hay que decir que tampoco parecemos tener, salvo contadísimas excepciones, periodistas a la altura de las circunstancias, capaces de realizar preguntas incisivas con conocimiento de causa y encarnar un papel exigente y cuestionador. Sea como sea, nadie tiene la bola de cristal y siempre es mejor habilitar espacios novedosos, dinámicas abiertas y generosas que contribuyan a desentumecer los músculos atrofiados de la deliberación. Siempre y cuando, claro, reconozcamos, antes o después, que la deliberación –de la cual forman parte genéricamente los debates- es parte fundamental de la política.
Discusiones impensadas– Es innegable que en los ochentas, a pesar de las caídas anti políticas señaladas por Peixoto, todavía a ningún político se le ocurría negarse a discutir públicamente ni era considerado un triunfo la generación de un debate presidencial. Al mismo tiempo, los debates entre candidatos a la presidencia no eran considerados un show mediático y ultra reglamentado. No obstante, los últimos debates presidenciales de la década del 90 ya mostraban algunas de las rigideces que describía Dworkin, en algún aspecto más fuertes que las registradas en el último encuentro. En el caso de los ocurridos entre Sanguinetti, Vázquez y Ramírez no hubo ni siquiera, al decir de Leonardo Haberkorn, periodistas floreros: la moderación (y es mucho decir) la llevó a cabo el entonces rector de la Universidad de la República Jorge Brovetto, que en la ocasión actuó, si no como un florero, como un inspector de tránsito neutral ordenando los tiempos de cada expositor y habilitando la palabra.
En cuanto al contenido de las discusiones políticas en los ochentas, este registraba, entre otros asuntos más vinculados a la agenda, una densa aunque algo academicista y encapsulada discusión doctrinaria. La misma, desarrollada a través de los desaparecidos semanarios sectoriales, giraba en torno a dos temáticas. Por un lado, se debatía la mejor interpretación del batllismo entre sectores del Partido Colorado (batllismo socialdemócrata a la Bernstein vs liberal a la Krause –Ahrens – Tiberghien); por otro, la más salvaje, se confrontaba en torno al socialismo y la socialdemocracia entre sectores del Frente Amplio y del Batllismo, discusiones ambas que hoy parece imposible de imaginar siquiera. Y no precisamente porque la hayamos superado.
Palabras, no hechos- Una de las cosas más paradójicas del debate entre Martínez y Lacalle Pou, una instancia en donde se supone importa sobre todo la palabra y el discurso, fue la insistencia libretada del candidato del Frente Amplio en los hechos por encima de las palabras, muletilla que cerraba gran parte de sus intervenciones. Uno no esperaría en la izquierda, autopercibida como partido de ideas y programa, un discurso tan pragmático que increíblemente lo emparenta con aquel slogan pachequista “Pacheco sabe como hacerlo y puede volver a hacerlo”, que reclamaba el monopolio del conocimiento y de la gestión. De paso lo asocia, en parte, con la idea de Talvi acerca del gobierno de los que “saben”. En algunas cosas de las que casi nadie habla, no necesariamente las más lúcidas e interesantes, los partidos se parecen mucho más de lo que deberían.
Además del error de dar por sentado cuáles son las ideas correctas y fijar el desafío en su aplicación (al fin de cuentas gobernar es una forma de testear ideas), el problema de fondo de la insistencia en los hechos es otro: la promesa de los hechos. Los gobiernos no tienen porqué cumplir con todas sus promesas electorales. En una democracia representativa puede haber muchas razones de peso para modificar las promesas, desde un cambio en la economía global hasta el descubrimiento de mejores cursos de acción durante el ejercicio del gobierno. Y para enfrentar a la ciudadanía y argumentar las contramarchas no nos queda otra cosa que las palabras y las ideas.
Pero si apelar a los hechos tiene sus problemas, subestimar los datos tiene los suyos también. Cuando el candidato nacionalista hizo referencia al dato que manejaba Martínez sobre el nivel de inversión en educación durante el gobierno de Lacalle Herrera, se limitó a afirmar que dicho dato no coincidía con el que él tenía y, acto seguido, anunció que Martínez deberá hacerse cargo. Pero nunca dijo cuál era el dato alternativo que conocía o le habían pasado como si, en el reverso del mantra realista, las palabras pudieran prescindir totalmente de los datos.
El debate en debate- En los períodos electorales siempre surge la discusión acerca de la pertinencia y relevancia de realizar debates presidenciales antes de la elección. En la elección pasada, recuerdo escuchar a algunos de mis colegas politólogos desmerecer los debates, aduciendo que se trata de instancias muy manipulables y poco genuinas y que no suelen ser decisivas para el resultado electoral. Creo que les asiste parte de la razón a los que piensan así, sobre todo en un mundo en donde la democracia está en crisis y la palabra devaluada.
Al mismo tiempo, me pregunto si no es una manera fácil de normalizar algo que no tiene ni tendría que ser así. De hecho, las instituciones políticas están claramente diseñadas desde el siglo V AC –grandes interrupciones mediante- para que se delibere y se contrasten visiones, para que se rindan cuentas y, en definitiva se den explicaciones. Que los políticos discutan públicamente es un imperativo moral para la democracia: siempre vale la pena correr los riesgos del carisma, la demagogia y la mentira sistemática antes que abortarnos la posibilidad, aun mínima, de escuchar razones. Es más, cuanto menos discusión pública existe mayor es la probabilidad de éxito de las apuestas totalitarias, menores las posibilidades de discernir entre los discursos más o menos genuinos y las imposturas. No es casualidad que en un mundo donde la deliberación se ha empobrecido florezcan los Trumps, los Bolsonaros, los Maduros y los Putines. A los demagogos se les vence con ideas, no con silencio.
Volver a las fuentes- “Deliberado” es una de los términos más interesantes que podemos encontrar en el vocabulario contemporáneo. Su belleza radica en su increíble poder semántico. Cuesta encontrar palabras con esa capacidad de lograr una síntesis tan perfecta entre conceptos usualmente considerados opuestos como “pensar” y “hacer”. Si deliberamos es porque vamos a actuar, no solo a elucubrar. Hacer algo deliberado entrelaza la acción con el pensamiento, la decisión con la razón y la responsabilidad con los resultados.
En política, una acción deliberada es también una que se reconoce a sí misma y, que, por lo tanto, remite a un “nosotros” determinado. Una de las primeras –si no la primera- defensa de la deliberación y reclamo de autoría compartida se encuentra en el ya legendario discurso fúnebre por los caídos en la guerra del Peloponeso. Allí, vía Tucídides, Pericles desafiaba al militarismo espartano con una defensa emocionante de las acciones deliberadas: “los atenienses –decía aproximadamente- no le tememos a las discusiones ni las concebimos como meras retóricas desconectadas del mundo. Y menos que menos concebimos actuar sin antes discernir hasta donde nos sea posible que lo que se hará constituirá la acción más confiable y bien respaldada posible”. Palabras antes de los hechos.
El resto es la historia que sinuosamente nos trajo hasta aquí. Mientras tanto, en Uruguay, todavía cuestionamos los valores básicos de la discusión pública y subestimamos al Parlamento como institución.
Superhombres y ciudadanos – Otra historia es lo que la opinión pública espera de los debates presidenciales y las deformaciones que ciertas reglas electorales como el balotaje generan en los partidos y candidatos. Lamentablemente, las expectativas se centran más en la palabra preclara de un intelectual orgánico, la fórmula predictiva de un técnico o la guía espiritual de un gurú populista que en la opinión de un político. En Uruguay y en los países con tradiciones democráticas, presidencialistas o parlamentaristas, más o menos consolidadas –no las versiones latinoamericanas, salvo excepciones-, el presidente es un igual destacado, ciertamente no un padre como de manera infeliz y contradiciendo sus declaraciones parlamentaristas, se ve a sí mismo Lacalle Pou, tal cual afirmó en una reciente entrevista. En definitiva, un presidente democrático es alguien que puede hacer muy pocas cosas solo. Un presidente solo es un dictador o una figura nominal a punto de ser derrocada.
Es una suerte que, hasta ahora, ninguno de los presidentes electos por balotaje haya reivindicado esa mayoría artificial y ambigua para reclamar más potestades y concentrar poder.
Outsiders- No lo olvidemos, primero fue nuestro actual presidente. Cuando era candidato a intendente y comenzaba su carrera política, solía negar su condición de político. De alguna forma, el sistema de partidos lo transformó hasta donde pudo, pero solo hasta cierto punto: se trata de un presidente que habla más con los escolares que con la oposición y suele apelar al verticalismo en la relación interna con la coalición. Luego fue Mujica, con toda su parafernalia de recursos discursivos ambiguos y arbitrarios y su sabiduría new age for export. También el sistema lo moderó relativamente, pero sus declaraciones y desempeños en la presidencia y fuera de ella denotan que se trató más de una pátina entre estratégica y cultural. Así, como Trump, manifiesta reservas acerca de que un político cobre un sueldo por ejercer un cargo público, una conquista ateniense de hace más de 2000 años, que, justamente, habilitó y habilita a que las instituciones no sean coto exclusivo de los ricos, esos que pueden, costo de oportunidad mediante, hacer de la función pública un hobby.
La vena antipolítica viene latiendo hace tiempo, y ahora tenemos a Novick, Sartori y Manini.
Doble personalidad- En los últimos años, lo más interesante de la política local pasa por las internas. En ellas se manifiestan los mejores discursos, los más sintonizados con el pluralismo y la tradición cooperativa de la política uruguaya. Se tratan, además, de instancias poco previsibles en donde los partidos tradicionales renuevan sus liderazgos de forma inesperada y con continuidad (Batlle venciendo a Tarigo, Lacalle Pou a Larrañaga, Talvi a Sanguinetti). El FA, a su vez, en su primera interna verdaderamente competitiva, terminó optando por uno de los candidatos renovadores y, en principio, el más moderado. Es probable que lo más destacado de las internas sea la fuerte señal conciliadora que manda la ciudadanía a los partidos, al premiar a los tres candidatos que, dentro de las opciones más competitivas, manifestaron en algún momento disposición a acordar futuras políticas, una señal que hace creer que el Uruguay podría tener un futuro democrático al menos saludable. También, fueron muy interesantes los discursos post internas de Lacalle Pou y Talvi mostrándose sensibles a la demanda ciudadana, dispuestos a generar acuerdos e, incluso, algo que no se vía hace mucho tiempo en la política uruguaya: defendiendo una visión parlamentarista del gobierno.
Al mismo tiempo, llama poderosamente la atención la gradual desaparición de ese discurso a medida que se acercan las nacionales. Es especialmente llamativo en el caso de Lacalle Pou, quien ni siquiera hizo alusión a esa posibilidad durante el debate. Tal vez, la presión bipolar de una instancia como el balotaje y la inercia de la larga construcción retórica pro suma cero generada hace décadas, esté jugando algún papel. Recordemos la vieja prédica de Sanguinetti acerca de las dos familias ideológicas y su tajante división entre atraso y modernización; a los consistentes y sistemáticos intentos del FA de monopolizar el discurso de la justicia social y los derechos humanos y su espíritu sectario; al herrerismo y su intento de reforma del Estado fojas cero que terminara con 70 años del Estado batllista (en los hechos, era más moderada, pero, nuevamente, importan más las palabras que los hechos). En fin, hagamos memoria del lugar secundario concedido al Parlamento en los discursos mainstream de los tres grandes partidos desde la salida de la dictadura. Tal vez ese coqueteo con los atajos fáciles y las leyendas de la eficiencia, de la falsa modernidad y del purismo moral e ideológico tengan algo que ver con la inconsistencia del discurso político actual entre las internas y las nacionales. Es difícil ir contra las reglas y los relatos que en momentos de desesperación (el balotaje) y débiles revisionismos uno mismo se impuso.
Lo bueno, lo malo y lo peor- Uruguay se encuentra en una situación política particular: ninguna de las alternativas partidarias competitivas puede reclamar para sí el grado de pureza e incontaminación propia de los que nunca gobernaron. Lo bueno de este dato es que debilita algunas de las formas más comunes de la demagogia: la irresponsabilidad testimonialista y el “que se vayan todos”. Desde el 84 hasta hoy, han gobernado, si no los protagonistas, prácticamente todas las tendencias partidarias (con la excepción del wilsonismo, aunque todos recordamos el papel de cuasi primer ministro que jugó Alberto Volonté durante el segundo gobierno de Sanguinetti). Lo malo es que nadie se muestra dispuesto a reconocer el doble desafío de maduración y renovación de sueños que ello implica para el sistema político uruguayo. De este no reconocimiento proviene, en parte, lo peor: el surgimiento de candidatos, partidos y sectores autodefinidos como puros e incontaminados por fuera de los partidos o dentro de ellos -aunque por fuera de sus tradiciones sectoriales- casi a modo de quintacolumnas.
Sueños y pesadillas- ¿Qué tan perdidos estamos? Creo que bastante, pero difícil saberlo a ciencia cierta. Lo que parece claro es que nos faltan mapas del futuro y sueños convocantes. Algunos de esos sueños, como el de tener un Estado más eficiente pero también más justo, han quedado por el camino. Ya casi nadie habla de la reforma del Estado, ni siquiera nadie se escandaliza por no hablar de ello. Al mismo tiempo, y en parte debido a lo anterior, nos faltan nuevas preguntas. Por nombrar algunas: ¿existe una sola forma de generar inclusión política, social y económica? ¿Cuál es el grado de responsabilidad individual que podemos exigirnos mutuamente más allá de las loterías naturales y sociales? ¿El mercado solo cumple un rol de asignador de recursos, como creen –en menor o mayor medida- nuestros socialistas, liberales y conservadores, o también contribuye, debidamente respaldado por una legislación antimonopolios, a generar grados de libertad y autonomía, a desafiar las barreras corporativas? ¿Seguiremos demonizando la iniciativa privada y facilitándole excusas a los empresarios conservadores y poco innovadores acostumbrados a vivir de subsidios pagados por todos? ¿Lograremos hablar de productividad sin sentirnos capitalistas despiadados? ¿Y de la libertad y la igualdad como si fueran dos caras de la misma moneda? ¿Podremos jugar, dentro de lo que nuestra escala nos permita, un papel trascendente en el mundo actual a nivel regional y global?
Hay cosas difíciles de negar. Por ejemplo, que al Uruguay le vendría bien un cambio de gobierno aunque sea por razones mínimas de salud política. No obstante, la incapacidad de renovar las agendas y las apuestas persiste cual karma nacional, uno que, como a los fantasmas de la infancia, habría que mirar directamente a los ojos. De eso se trata la democracia también, de renovar fantasías y entusiasmos. Al fin de cuentas, serán sueños o pesadillas.