Por quinta vez desde 1999 llevamos varios meses de campaña electoral centrada casi exclusivamente en la elección del presidente dividida en tres etapas. Se gastan sumas de dinero cada vez mayores en propaganda, los postes de las calles se cubren de carteles con las fotos de los candidatos, las encuestas de opinión acaparan las páginas centrales de las noticias, los analistas comparan las distintas metodologías de las encuestadoras y hacen conjeturas acerca del resultado del balotaje de acuerdo a quienes lo disputen… todo para decidir un cargo que apenas tiene atribuciones propias según la Constitución.
Para que se perciba más claramente el contraste entre lo que establece el texto constitucional y la parafernalia que vivimos cada cinco años, vayamos a la letra escrita.
La única facultad que la Constitución le permite realizar sin el consentimiento de nadie es el nombramiento de dos funcionarios, un secretario y un prosecretario. El texto lo expresa así: “El Presidente de la República designará libremente un Secretario y un Prosecretario, quienes actuarán como tales en el Consejo de Ministros. Ambos cesarán con el Presidente y podrán ser removidos o reemplazados por éste, en cualquier momento”. Como se ve, es bastante poco comparado con lo que, por ejemplo, puede hacer por su cuenta el presidente de los Estados Unidos.
Todas las demás disposiciones del presidente necesitan la firma del ministro o los ministros de la materia correspondiente: “El Presidente de la República firmará las resoluciones y comunicaciones del Poder Ejecutivo con el Ministro o Ministros a que el asunto corresponda, requisito sin el cual nadie estará obligado a obedecerlas”. Así de claro y contundente.
Pero la Constitución no se queda allí. Otro inciso establece que los ministros deberán contar con respaldo parlamentario, lo cual le concede al Parlamento influencia en la conformación del Gobierno: “El Presidente de la República adjudicará los Ministerios entre ciudadanos que, por contar con apoyo parlamentario, aseguren su permanencia en el cargo”. Como remate, y en concordancia con la disposición anterior, el texto constitucional le otorga también el derecho a censurar a ministros.
Ni siquiera las elecciones separan al presidente del Parlamento. En octubre ambos se eligen en listas comunes y es imposible saber qué votos le corresponde a cada parte.
De modo que el barullo en torno a la figura del presidente no guarda mucha relación con la importancia del cargo y distrae de lo que realmente debería interesar: cómo estarán representados los partidos en el Parlamento y qué coaliciones duraderas o transitorias se podrán formar para aprobar nuevas leyes y diseñar nuevas políticas. Este resultado va a tener mucho más relevancia para lo que ocurra en los próximos cinco años, que cualquier cosa que declaren los candidatos durante la campaña.
Ahora bien, ¿de dónde provienen estos componentes tan peculiares de nuestro sistema político? Aquí se conjugaron dos factores: el recelo hacia la figura del presidente que compartieron los partidos fundadores por igual, y el triunfo de la representación proporcional integral que se obtuvo en las primeras décadas del siglo pasado.
Respecto de lo primero, desde horas muy tempranas el partido colorado se distanció del modelo norteamericano al fortalecer el nexo entre el partido gobernante y el presidente (como dato, el presidencialismo norteamericano se creó contra los partidos y tiende a debilitarlos, mientras que el sistema parlamentarista nació con los partidos y los fortalece). La idea quedó plasmada en la célebre expresión de Lorenzo Batlle “gobernaré con mi partido y para mi partido”. La reforma que impulsó Batlle y Ordóñez, minoritaria en la elección para la Constituyente de 1916, también apuntaba a diluir la figura del presidente en un sistema colegiado.
Por su parte, el partido blanco, que sufrió la exclusión en carne propia y muy tempranamente reflexionó sobre el papel de la oposición, se transformó en un fuerte partidario de la representación proporcional integral, de la pluralidad de partidos y de fracciones, y de gobiernos de coalición. La figura de un presidente de cuño clásico no tenía cabida en esta forma de entender la política.
En cuanto a lo segundo, los debates para la Constitución de 1917 consiguieron implantar fuertemente la idea de la representación proporcional integral que es el sustrato del pluralismo.
El resultado es un texto constitucional que nos acerca más al parlamentarismo europeo que al presidencialismo puro. Las características enunciadas arriba, presidente atado a los ministros y ministros sujetos a la aprobación del Parlamento, es propio de los sistemas parlamentaristas en los que el gobierno emana del Parlamento. En los sistemas presidencialistas puros el presidente y el Parlamento se legitiman por separado y este último no influye en la formación o destitución del gobierno. Ya varios autores, entre ellos Cassinelli Muñoz y Romeo Pérez, han señalado que sin alterar ninguna disposición se le podría dar un uso netamente parlamentarista a la Constitución y funcionaría así: de acuerdo al resultado de las elecciones legislativas, los partidos representados en el Parlamento formarían coaliciones de gobierno que le rindieran cuentas directas a los legisladores, y el presidente pasaría a un segundo plano como ocurre en varios países europeos. Existe un antecedente de un breve interregno parlamentarista exitoso que pasó desapercibido para la mayoría de los analistas políticos. En medio de la crisis del 2002, el presidente Batlle le cedió el terreno al ministro Atchugarry que se desempeñó como un auténtico primer ministro de un sistema parlamentarista, y capeó la crisis con ayuda del Parlamento. En ese momento crítico en que todo parecía perdido, la solución vino de una práctica que extrañamente tiene pocos defensores entre los cientistas políticos.
En cambio, para que nuestro sistema se pareciera más a un presidencialismo puro habría que hacerle varios cambios sustanciales a la Constitución, entre otros, suprimir todas las disposiciones que se mencionaron arriba.
Sin embargo, una cosa es la letra escrita y otra la forma en que se aplica. La práctica política fue más errática y cobró un giro presidencialista a partir de la crisis que se instaló en los años sesenta del siglo pasado. El primer paso lo dio la reforma constitucional de 1967, que restableció la figura del presidente con el propósito de darle más fuerza y operatividad al gobierno (aunque conservando los nexos de cooperación con el Parlamento). El segundo lo encarnó Pacheco Areco, que adoptó un perfil deliberadamente confrontativo y autoritario y trató de imponer, sin éxito, la prevalencia del ejecutivo que lideró de manera personalista. En un contexto de grave crisis mantuvo una tensa pulseada con el Parlamento, y gobernó con medidas de emergencia que habían sido concebidas para situaciones excepcionales. Este ensayo de presidencialismo desembozado culminó con el golpe de estado de 1973 que apadrinó Bordaberry.
El segundo impulso hacia el fortalecimiento de la figura del presidente ocurrió a comienzos de los noventa. Aquí fueron determinantes la creencia de que el sistema político generaba empates e impedía modernizar el país (era la opinión de Lacalle Herrera y Jorge Batlle), y el riesgo de que el Frente llegara al gobierno. Así nació la reforma electoral de 1996 que introdujo el balotaje.
Nunca se aclaró debidamente si los empates se debían a la arquitectura institucional o simplemente reflejaban el estado real del debate. Luego de una campaña confusa donde las convicciones más arraigadas cambiaron de dueño (los que defendían el doble voto simultáneo lo combatieron; los que lo atacaban lo defendieron) nos lanzamos de cabeza a un procedimiento que contó con un margen de aprobación muy estrecho, y ocurrió lo siguiente: fijó la contienda entre dos partes, lo que obliga a los partidos menores a sumarse a alguno de los bandos (la polarización en bloques fue en claro desmedro del pluralismo); concentró excesivamente la atención en el presidente aunque sus atribuciones siguieron siendo las mismas que tenía antes de la reforma; le hizo sombra al Parlamento en contra del papel central que le otorga la Constitución; creó una barrera innecesaria entre los bloques que impidió acuerdos transversales.
Estos rasgos de sesgo mayoritarista -contrarios al espíritu pluralista de la Constitución- se acentuaron notoriamente en los últimos tres períodos de gobierno debido a que el Frente obtuvo mayorías legislativas absolutas y se permitió ignorar a la oposición. La situación presente se parece mucho a la que existía antes de la reforma constitucional de 1917 cuando el partido colorado gobernaba prescindiendo de la oposición (el “con mi partido y para mi partido” de Lorenzo Batlle). Se trata de la mayor concentración de poder ocurrida en democracia y se tradujo sobre todo en una mayor opacidad de la vida pública y una mayor discrecionalidad del gobierno: a título de ejemplo, se negó sistemáticamente información que debió ser pública y se sentaron antecedentes peligrosos de ejercicio de autoridad, como el acuerdo con UPM que se gestó eludiendo disposiciones constitucionales -las que obligan al presidente a sumar a sus ministros que a su vez están bajo la lupa del Parlamento.
Sin embargo, este grado de concentración de poder no le dio mayor capacidad ejecutiva al sistema. Al contrario, lo paralizó. ¿Cómo se explica esta paradoja?
El culpable fue precisamente el balotaje. Al obligar a los partidos y agrupamientos del Frente a mantenerse fuertemente unidos dentro de su propio bloque -incluso en asuntos en los que podía haber más coincidencias entre fracciones del Frente y la oposición- le dio un enorme poder de veto a los sectores interesados en conservar el statu quo. Al revés de lo que pretendían los promotores de la reforma, este procedimiento no impidió que ganara el Frente -la razón del artillero- y encima contribuyó a crear una máquina de empates mucho más poderosa que la que se pretendía suplantar.
Ahora nos enfrentamos al siguiente dilema. O seguimos tirando de la cuerda hacia el mayoritarismo y aceptamos que se vayan vaciando de contenido aquellos componentes que pasaron a formar parte de nuestro patrimonio político -representación proporcional integral, pluralismo, Parlamento que cogobierna, partidos consistentes, garantías para el desempeño de la oposición- o remamos en la dirección contraria y aprovechamos las oportunidades que nos ofrece una Constitución previsora. En contra de lo que se suele pensar, un uso parlamentarista de nuestro sistema fortalecería el pluralismo y al mismo tiempo le daría un sustento más sólido al gobierno.
En cambio, seguir apostando por una sola persona es un grave error.
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* Columna publicada originalmente en el Semanario Voces, N° 654, 20 de junio de 2019